Un año más, llega la fecha del 11 de septiembre y en el Principado de Cataluña vuelven las celebraciones nacionalistas y secesionistas de la «Diada». Conmemoran la defensa heroica de Barcelona del año 1714 de Nuestro Señor, pero la presentan como lo contrario de lo que históricamente fue. Así, una guerra de sucesión al trono de las Españas se presenta como una guerra de secesión y conquista; y los independentistas republicanos laicistas de hoy día rinden homenaje en el Fossar de les Moreres a unos combatientes del siglo XVIII que en realidad fueron fervientes católicos, monárquicos e hispánicos.
En efecto, Francisco Canals Vidal (Cristiandad, núm 556. Junio 1977) observa que, «desde el Alzamiento de 1705, los combatientes del bando austracista en la Corona de Aragón luchaban no sólo por la sucesión de la Casa de Austria en el trono español, sino muy expresa y conscientemente por los ideales tradicionales, frente a la “modernidad europea” del absolutismo borbónico». Estos ideales serían paralelos con los que después fueron característicos del carlismo, y dan la razón en este punto a Rovira y Virgili (Història dels Moviments nacionalistes, 1914) cuando afirma que «los herederos de 1640 y 1714 son en realidad los carlistas de la montaña catalana».
En cambio, el nacionalismo catalán que padecemos actualmente en el Principado, tiene su origen en el romanticismo de raíz liberal y revolucionaria. No busca en la propia historia los principios de la Tradición que bebieron nuestros antepasados sino que, al contrario, moldea y manipula la historia —cual plastilina— para adaptarla a su ideología. Sus propios fundadores decimonónicos no pueden ocultar el desarraigo y extrinsecismo de sus actitudes y vivencias: así lo confesaba Rubió y Lluch cuando, hablando sobre Milà y Fontanals, afirmaba que de aquella escuela parecía ser «la negación de nuestra propia personalidad».
Así las cosas, el nacionalismo catalán actual, como «buen» liberalismo que es, endiosa la voluntad espontánea del hombre, y en consecuencia abandona la defensa del bien común temporal o inmanente —esto es, la posibilidad de una vida naturalmente virtuosa, que enseñaba Aristóteles— perfeccionado por el pensamiento cristiano —Santo Tomás— que encauza dicho bien inmanente hacia lo trascendente, esto es, la bienaventuranza eterna, asequible a todos por la mediación de la Iglesia.
Como consecuencia de lo anterior, cuando el nacionalismo catalán —de raíz liberal— deviene separatista, resulta ser sedicioso, ya que abandona aquel bien común inmanente y trascendente para perseguir únicamente bienes particulares: ya sea el afán de dominio de los partidos políticos o de la burguesía, ya sean las ventajas económicas («déficit fiscal», «Espanya ens roba»), o ya sea la simple soberbia de tenerse por una raza superior (recuérdense las humillantes palabras de Jordi Pujol hacia los andaluces). Y a colación, aquella campaña de la ANC según la cual con la independencia los catalanes «tendríamos helado de postre cada día».
Al destruir así el bien común, se destruye también su principal componente que es la unidad y la armonía social.
En los últimos años, esta unidad y armonía social se ha intentado recomponer, pero no por la vía que hubiera sido la correcta y eficaz —es decir, volviendo a defender el bien común en una sociedad de principios tradicionales—, sino ahondando aún más en el problema, echando gasolina al fuego: mediante el constitucionalismo o mediante un patriotismo español sentimental, folclórico o identitario. Todos ellos de raíz igualmente liberal, como el nacionalismo catalán que pretenden combatir.
Así, el constitucionalismo español nunca podrá recomponer tal unidad que pretende, pues su propia naturaleza se lo impide. En efecto, y siguiendo a José Miguel Gambra (La sociedad tradicional y sus enemigos, 2019) el constitucionalismo dice fundarse sobre las cláusulas de un pacto libremente aceptado por los ciudadanos, en virtud del cual ceden unos derechos, que supuestamente todos poseen por naturaleza en igual medida, para constituir una sociedad política, o Estado. El fundamento ya no se halla en la conformidad con los fines naturales y sobrenaturales del hombre —que sería lo que podría recomponer la unidad y la armonía social, dirigiéndola hacia el bien común—, sino en las cláusulas del pacto que son adoptadas por convención, sin atenerse a criterio alguno de justicia, fuera de la libre voluntad de los individuos. Por tanto, ya no se caracteriza por su fin, sino por su causa eficiente (por su origen); porque tiene por justo lo que emana de la ley fundada en el pacto y de la mera voluntad de sus miembros. Voluntad que tanto puede ser la unidad como la secesión.
Además, cierto patriotismo facha defiende la unidad del Estado como un fin en sí mismo. Pero, como nos recuerda José Miguel Gambra, «de suyo la escisión puede ser necesaria para alcanzar el bien común en sentido clásico y católico (…) De igual manera, la formación de unidades superiores será conveniente cuando se trate de lograr mejor y más universalmente el fin natural y sobrenatural de la vida en común, pero serán rechazables cuando se trate de lograr otros fines contrarios a la religión: la Cristiandad era deseable, no la Unión Europea forjada bajo el signo del laicismo o de la laicidad».
En otras palabras, no se trata de combatir la secesión catalana per se, o de defender la unidad como un fin en sí mismo (eso también lo hacen los laicistas de la Unión Europea o los globalistas pro-gobierno mundial), sino de defender el bien común inmanente y trascendente, y los principios tradicionales en la sociedad.
Lamentablemente, la «contra-Diada» actual se basa en aquellas premisas equivocadas. En fundaciones que defienden la nación (no la patria) desde el constitucionalismo (liberalismo). En presidentes de fundación que siguen la filosofía de Gustavo Bueno —el materialismo filosófico— sobre el cual pretenden construir la unidad de la nación. En partidos políticos que niegan los fueros y el regionalismo constitutivo de las Españas, y en tal negación sólo conseguirán el efecto contrario al deseado. En profesores universitarios y de secundaria de ideología marxista que, aunque es de admirar su valiente oposición al régimen totalitario pujolista y postpujolista, nunca podrán aportar unidad y armonía social, debido a su ideología antinatural. Y en medio de tal magma de errores y herejías, la presencia de un tradicionalista sólo sirve como causa de confusión; y no procede como dispensa argumentar que tal presencia se explica como reacción ante el peligro separatista: ya decía Gómez Dávila, en uno de sus Escolios, que «nada más peligroso que resolver problemas transitorios con soluciones permanentes» (EI, 70a).
La unidad y la armonía social —que fue rota por el liberalismo tras su consecuente abandono del bien común— sólo podrá restablecerse volviendo al punto anterior a su ruptura, esto es, recuperando los principios existentes en el momento de unidad y armonía, y aplicándolos con prudencia en el momento actual. En otras palabras, solamente la vuelta de la sociedad a los principios tradicionales podrá recomponer la unidad anhelada.
Así lo creía también Torras y Bages (La Tradició Catalana, 1892) cuando escribió su conocida frase de que «Cataluña será cristiana o no será». Si Cataluña no es católica, no llevará sino a la construcción de una «Cataluña de papel», una fantasmagoría sólo real para intelectuales desconocedores de las cosas y de los pueblos.
Tanto el nacionalismo catalán por un lado, como su reacción constitucionalista, identitaria o sentimental españolista por otro lado, conducen al mismo abismo. De la misma forma que no cabe cooperación necesaria con ninguna de ellas, urge construir una alternativa auténtica, es decir, tradicional, para la Cataluña venidera.
Josep de Losports
Círcol Tradicionalista Ramon Parés y Vilasau, de Barcelona.
Publicado también en el periódico La Esperanza: https://periodicolaesperanza.
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