«María Magdalena», mosaico, Iglesia del Salvador, San Petersburgo, Rusia, s. XIX. |
De Babilonia a Roma (II): La Babilonia post moderna y la Nueva Era
Cuando he vuelto a casa, a la Iglesia Católica, la he encontrado llena de okupas
En el clímax de mi delirio espiritual nuevaerístico, quería mimetizarme con María Magdalena, ser Ella, faro de mis anhelos más profundos (aunque desordenados). Un día, si Dios quiere, querido lector, te lo contaré. Sí, sin falta te debo explicar la devastación que el Enemigo ha hecho y hace en la mujer, mezclando una indigesta pócima: un poco de espiritualidad, feminidad y sexualidad, un veneno muy sofisticado que tiene intoxicadas no pocas mujeres. Es letal, sin que ellas sean conscientes, tampoco yo lo sabía. Pero eso ya vendrá, tengo tantas cosas que contar que las vomitaría de golpe. Pero debo templar mis ánimos y ser paciente, poco a poco.
Lo que importa aquí, es que ciertamente Dios atendió mis plegarias mal hechas, arrogantes, absurdas y de lo malo hizo lo bueno. Escuchó el grito sordo del fondo de mi alma y no la verborrea que mi mente impresionable e intoxicada por todo tipo de sincretismo ridículo elaboraba. Y como a María Magdalena, la de verdad y no la de mis fantasías, me sacó no siete, sino múltiples y variados demonios a cuál más malvado y cínico, disfrazados todos ellos de benditos ángeles de luz. Dios siempre escucha nuestras oraciones, las que pronunciamos con nuestros labios y las que silenciosamente gritan desde los pliegues de nuestra alma, esas precisamente son las que Dios escucha y con su infinita misericordia y amor atiende. Qué propósito tienen estas palabras desordenadas que estás leyendo, te preguntarás. ¿Quién soy yo, una perfecta y anónima desconocida para contarte algo relevante? Me llamo Eulàlia, y como la Magdalena, fui salvada por Jesús mismo, soy la hija pródiga, la moneda perdida y encontrada, la oveja extraviada a hombros de Jesús. Sí, soy ésa a la que Dios salvó cuando ni siquiera sabía que necesitaba ser salvada, tan entretenida como estaba en salvarme a mí misma de las formas más delirantes e irracionales. Y ridículas, todo sea dicho de paso.
Quiero contar mi historia, por eso he decidido enfrentare al miedo del folio en blanco, quiero que quede escrito, para que no se olvide. Mi periplo y deambulación por territorios inhóspitos, no son tan relevantes, sino sus peligros. Quiero recordar siempre de dónde vengo y qué ha hecho Dios conmigo. Quiero señalarte los atajos, desvíos, encrucijadas que me llevaron lejos, muy lejos de Casa. Como aviso a navegantes. A lo mejor, ya estás en tu camino de santidad, pero puede que tengas un amigo, sobrina, vecina que un día te dicen entusiasmados: «He comenzado con el yoga…meditación….mindfullnes…» (los puntos se prolongan al infinito, desgraciadamente). Pues si un día ocurre eso, aquí estoy yo, con autoridad suficiente para gritar, «¡Ojo!»
Si no eres amigo de spoilers, me sabe mal, porque ya te he hecho uno, he empezado la historia por el final feliz, aunque… no del todo. Ya te contaré, pero no ahora. ¿Cuál es el final feliz? Jesús me salvó. ¿Cuál es el matiz agridulce? Cuando he vuelto a casa, la Iglesia Católica, la he encontrado llena de okupas.
Paso a paso, ¿cómo concentrar toda una vida en cuatro torpes letras juntadas de forma muy poco académica?
En la primera frase que abre este humilde escrito, aparece una palabra bien rara, nueva erístico. ¿Qué es eso? Viene de Nueva Era, que de nueva no tiene nada, es tan antigua, vieja como el fruto que Eva vio colgado de ese árbol, el prohibido, al cual no debía ni tan siquiera acercarse. Eso que pretende ser nuevo es tan viejo como el diablo mismo y bajo la apariencia de bondad, asoma la patita el viejo Lucifer, Satanás, Enemigo, Acusador, Y cuando se disipa el aroma a incienso de la India o Palo Santo de Ecuador, apesta a azufre. Bajo la suculenta apariencia del fruto prohibido, al morderlo, te lo tragas todo, la mentira, la maldad, la ignorancia y sobretodo, la soberbia. Pues de ahí vengo, del error y el horror, no me he dejado nada, lo he probado todo, y gracias a Dios, como quien es consumidor de un bufet libre, tal como cogía, desechaba. En esta telaraña me enredé, y en mi defensa diré, que todo fue por una razón: buscar a Dios y pensar que a Él se llegaba a través de infinitos e indiferentes caminos. ¿Espera, te suena? No hace tanto, nuestro Papa sacando pecho, en un alarde de infinita misericordia, tolerancia, amor del bueno, ¿o buenísimo?, lo afirmó. Ése pues es el aspecto agridulce de mi retorno, comprobar el estado paupérrimo en el que se encuentra la casa a la que he vuelto. No y mil veces no, a Dios no se llega por cualquier camino, quizá todos los caminos nos lleven a Roma, pero no a Dios. Lo sé, lo he sufrido, padecido, llorado como para que ahora me diga, ni que sea el mismísimo Papa que cundo Jesús bajó a por mí y me dijo «Yo soy el camino, la Verdad y la Vida» fue una alucinación, como también lo es el evangelio de San Juan. En fin… no sigo de momento, porque me enciendo y entristezco a partes iguales.
Voy a hacer pequeñas entregas, en realidad va a ser como un exorcismo, pero no quiero aburrirte, quiero informarte, enseñarte cosas que a lo mejor no sabes sobre el mal y el error, sobre la pretendida inocencia de ciertas propuestas que de buenas solo tienen la apariencia. De momento, ya sabes por dónde van a ir los tiros en estas palabras mal escritas y doy gracias infinitas a Dios, que no me abandonó en ningún momento, incluso cuando parecía que yo sí lo hacía. Gracias a mi deambular, he aprendido ciertas estrategias de Satanás, porque sí, hay que llamar a las cosas por su nombre. El diablo, el demonio, el enemigo, el mentiroso y asesino. Cuantas almas se salvarían si usáramos el lenguaje como toca y no con tanto eufemismo. Pero aquí paro, por un rato, para volver y seguir contando mi historia, tu historia que puede ayudar a otros a evitar lo que yo viví.
Eulàlia Casas, Círculo Tradicionalista de Barcelona Ramón Parés