
Murillo, Bartolomé Esteban (ca. 1680): La Asunción de la Virgen María. Óleo sobre tela, 195 cm x 145 cm. Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia.
Las misiones catalanas, peripecias de una profesora de religión (III): La religión y el «momento palomitas»
Sacar los crucifijos de los espacios públicos tiene consecuencias: desaparecen el principio de autoridad, el respeto, la virtud, la cultura, la tradición, el sentido de la historia, el arte, la música, el alma, el corazón y la razón. Ese gesto que parecía tan «maduro y liberador», ha traído la infantilización de la sociedad y su encierro.
Aquí tenéis la solución, distinguidos colegas del claustro del Instituto, pero no os la digo. Porque entre otras cosas, tampoco la queréis escuchar. Y, entre otras cosas, dudo que la entendáis.
Hacía muchísimo tiempo que no iba al cine, y cuál fue mi sorpresa al comprobar las novedades. No de las películas, sino las de las salas. Recuerdo de pequeña: eran enormes, con platea y gallinero, sillas plegables más o menos cómodas. Había montones de gente que iba al cine; claro que, en aquella época, había poca oferta en la tele. Primer canal, UHF y a correr. Ahora, las salas de los cines se han convertido en una suerte de salón privado, con unos sillones que ya me gustaría tener en el mío. Llegas, te sientas, le das al botón y se levanta la plataforma de los pies y se reclina el respaldo. Y así, todo espachurrado, te entregas a las imágenes que se proyectan en la pantalla. Com a casa el sogre, como decimos los catalanes.
¿En qué momento se puso de moda comer enormes cajas de palomitas? Crec, crec, crec… ssshhh, sorbo de Coca-Cola con mucho hielo, crec, crec, crec. Ésta es la nueva banda sonora en los nuevos salones de cine. Yo ni bebo ni como, ciertos alimentos me sientan mal. El olor a palomitas, de alguna forma, está muy asociado al cine.
Cuando la película termina, se baja el telón, Fin, The End. Pa’ casa. Ponerse en posición humana, erguida y digna después de hora y media de desparrame, tiene su qué.
¿Por qué te describo esta escena? ¿A cuento de qué viene lo del cine y las palomitas? Voy. Te comenté que el primer día como profesora de religión, lo viví todo como un archivo zip comprimido. Todo se dio ese primer día. Poco a poco se va desplegando, tal como percibí los primeros instantes en el umbral de la puerta del instituto.
No hay que tener ni una inteligencia muy viva, ni una sensibilidad muy fina para darse cuenta de que el mundo anda un poco alborotado, raro, feo, catastrófico, terrorífico, irracional, ilógico. En fin, un desastre. No hay maquillaje que arregle el desaguisado, me sabe mal. Hay momentos en los que el peso de la realidad me abruma, entristece y enfada a partes iguales. A veces todo a la vez; otras, en secuencias. Si no fuera por la fe, la esperanza y la oración… Y aquí tiene sentido lo de las palomitas, el sillón y la pantalla. Vaya la fe por delante, claro. Los que tenemos, no la suerte, sino el don, y otros el empeño de ser cristianos, sabemos que vivimos tiempos proféticos, anunciados abiertamente en las Escrituras, apocalípticos. El velo se aparta y la realidad de Dios se muestra. El trigo y la cizaña son cada vez más fácil de distinguir. De no ser por este conocimiento, vivir lo que nos toca vivir, una de dos: o te enloquece y polariza, o insensibiliza y anestesia.
La otra vía es la del cristiano: «ah sí, eso ya lo profetizó Jesús… Daniel… Apocalipsis…» De esta forma, la cruda realidad es dura, compleja pero no podemos decir que no estábamos avisados. Y eso tranquiliza. No es lo mismo vivir en la esperanza que desesperado.
Y en momentos escatológicos, que se suceden constantemente en los institutos, me viene la escena de las palomitas. Allí donde la masa vocifera, se pelea, golpea y, en el peor de los casos, asesina, los cristianos, tranquilamente, nos sentamos, palomitas en mano, a observar la película, sabiendo que el final no sólo se acerca, sino que ganan los buenos. La actitud y postura no es el espachurre, sino que conviene hincar rodilla, dejar las palomitas y rezar.
Hay momentos, de todos modos, que yo los llamo «momento palomitas». Es la estrategia que se me ha ocurrido para no terminar mal de la cabeza, ser demasiado borde o incisiva, señalar constantemente el error o ser vista como la repelente niña Vicente o una soberbia.
El «momento palomitas» me resulta útil. Me visualizo ligeramente espachurrada en el sillón, comiendo palomitas, mientras miro una escena (luego te cuento cuál en concreto), y verme así me permite estar en silencio, no meter baza. ¿Para qué? Quien no está dispuesto a escuchar más que a sí mismo, todo lo que pueda añadir yo sobre la fe, la esperanza y el amor, se queda en perlas desparramadas entre el fango de una piara.
Llegará el esperado final, y puede que, al bajar el telón, the end, no haga falta explicación alguna por mi parte. Dios siempre tiene la última palabra.
Concreto un poco más.
Si no llega a ser por la «estrategia palomitas», en estos momentos estaría de baja por depresión, o trabajando en algún Clarel o cualquier trabajo digno que no requiera estar en guardia, defenderse y pedir perdón por existir y creer en Dios. Que manía poner en duda constantemente la religión. Es muy cansino. El desprecio, animadversión, prejuicios hacia la religión en la escuela, institutos y esfera pública en general solo puede ser justificada por… ya sabemos quién. Y ése, precisamente es quién pretende que abandonemos, nos rindamos y dejemos hablar de Dios a los ofendiditos y demás pieles finas que se llenan de urticaria cuando escuchan el nombre de Jesús o la Virgen. Eso es día sí y día también en los Institutos donde trabajo. «¡Cada cual a rezar en su casa!» Pues no cuenten conmigo, que yo me pillo mis palomitas y miro, observo y me doy cuenta del terrible diagnóstico, el fatal pronóstico y sobre todo, la causa, que es sólo una, y tú querido lector, si eres cristiano, ya sabes cuál es.
Los institutos públicos dan miedito, a veces me da la sensación de que soy actriz secundaria de una peli francesa de escuelas de extrarradio. Podrá contar tantas cosas, pero ahora no. Quizá otro día. No quiero ponerte triste.
Esta mañana, sin ir más lejos, una profesora nueva, lloraba en el despacho. ¡A las nueve de la mañana! ¡Un lunes! ¡La segunda semana de curso! ¡Menudo éxito! Los profesores, se tiran de los pelos y se rasgan las vestiduras: «¿adónde iremos a parar?, vamos de mal en peor, esto es insoportable, los chavales están cada vez peor, académicamente van caminito al abismo…» Y yo, me pillo mis palomitas y hago afirmaciones con mi cabeza y actitud circunspecta: «sí… ¿adónde vamos a ir a parar?» Y sigo con mis palomitas, sin nada más que añadir. ¡Las perlas, para quien las quiera! Cualquiera abre el melón de: «vamos a ver, ¿a quién le pareció buena idea desacralizarlo y secularizarlo todo?»
El laicismo salvaje no es propio de mentes preclaras, clarividentes y lúcidas. Sacar a Dios del escenario, quitar los crucifijos con la furia de quien espanta una avispa, tiene sus consecuencias. ¡Vamos, si las tiene!
La crisis de autoridad, amigos y distinguidos colegas, no surge de la nada. Los pobres chavales son víctimas de estos experimentos diabólicos: confunden sus deseos por derechos y estos, por privilegios y su bendito ombligo ocupa el espacio reservado al bien común. La vida según San Yo. ¿Acaso es buena, amable, sostenible? Que no. Que sacar a Dios del espacio público, de los corazones y mentes de las personas, conduce al caos, delirio, sinsentido, desorden y a todo lo que os hace tiraros de los pelos, desesperados, creando normas, sanciones, expulsiones que —lo siento— ni la Iglesia fue tan punitiva como vosotros.
Ay, ay, ay…
En lugar de decir esto y mucho más, me callo, sigo tranquilamente comiendo mis palomitas y pongo cara de: «¿adónde iremos a parar?» Ser dueña de mis silencios, son pequeñas batallas ganadas a la Verdad. Qué importa si me ven como la pringada de religión, la tontita. Yo sigo comiendo palomitas crec, crec, crec…
| Gaudí, Antoni: Interior de la Sagrada Familia de Barcelona. |
Yo, palomitas en mano, observaba a mis sesudos y bienintencionados colegas. Pensaba: «Ay, alma de cántaro, ¿qué propósito tiene el arte? ¿No es acaso la más sublime expresión del alma humana para representar lo divino? Para guiarnos al misterio, lo sagrado, al asombro, “terribilis locus iste"... para eso se creó el arte. Y sin Eso, el arte no es arte, sino consumo, propaganda, fealdad.»
Allí donde no hay Dios, ¿qué necesidad hay de evocar un misterio que no existe?
«¿Por qué, dime tú, amable profesor de Historia del Arte? ¿Cuál es el temario? ¿El contenido de la materia? Iglesias románicas, campanarios, ábsides, colosales catedrales góticas, el Pantocrátor, la Pietà, la Capilla Sixtina, las Vírgenes de Murillo, la Sagrada Familia…» La lista no tiene fin. Y todo este arte ¿de quién habla?
Y sí, ahora os pirran Frida Kahlo o el Guernica. Poco más.
Dios ya no está, ni se le espera, salvo molestos profesores de religión que, como un grano en el culo, seguimos inasequibles al desaliento para que los chavales encuentren el sentido a sus vidas, para que abran sus corazones a algo más profundo que Instagram, selfies, futbolistas o influencers.
¿Qué influencer más grande ha existido que Jesús? Solo, sin redes, doce apóstoles, uno de ellos traidor, golpeado, asesinado, humillado en una cruz. Muerto y resucitado, venciendo la muerte, dejando la tumba eternamente vacía. ¡Sólo una tumba vacía en el mundo! ¿Dime tú? ¿Acaso tal prodigio no es merecedor del más sublime arte?
Aquí tenéis la solución, distinguidos colegas, pero no os la digo. Porque entre otras cosas, tampoco la queréis escuchar. Y, entre otras cosas, dudo que la entendáis. No sólo leo vuestros pensamientos, sino escucho vuestros «no sé qué pinta la religión en el instituto». Y además, ahora tengo la boca llena de palomitas y me enseñaron que hablar con la boca llena es de mala educación.
Evoco la escena con tristeza, la misma que vi en los ojos del bienintencionado profesor de historia del arte. Ven el diagnóstico, pero no quieren saber la causa ni el pronóstico. Tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. No es mío, pero encaja y no lo podía expresar mejor.
Sacar los crucifijos de los espacios públicos tiene consecuencias. No es un acto neutro, sino elocuente. Temerario, negligente, estúpido. A la vista está, o al menos lo estará para quien ahora no quiere ver, ni mirar.
Con el crucifijo, desaparecen tantas otras cosas: como el principio de autoridad, el respeto, la virtud, la cultura, la tradición, el sentido de la historia, el arte, la música, el alma, el corazón y la razón. Ese gesto que parecía tan maduro, liberador, ha traído la infantilización de la sociedad y su encierro.
Y sigo con mis palomitas, y de vez en cuando elevo al Cielo un Padre Nuestro silencioso o un Ave María desesperado, para que la desesperanza se vaya.
Ya sé el final: el velo se retira, la escena se revela. El The End es glorioso. Ganan los buenos. Confío que a estas alturas no tenga un empacho de palomitas.
Eulàlia Casas, Círculo Tradicionalista de Barcelona Ramón Parés y Vilasau
| Palomitas. |
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