Publicam
a continuació un interessant y oportú escrit del Cap de la Secretaria
Política de S.A.R. En Sixte Enrich de Borbó a propòsit de com ha de ser la
militància política catòlica. Oportú, diem, perquè en lo desolat estat del
nostro Principat de Catalunya se fa més necessari que may lo retorn a las
lleis tradicionals, los nostros furs y usatges, que nos prengueren
definitivament los revolucionaris y lliberals que sens interrupció han governat
la nostra Espanya des de 1833, y només rectament defensats pel Carlisme. Si
es vol posar fi a l'ingent caos polítich y social que patim, caldrà aplanir lo
camí a lo rey llegítim, lo príncep En Sixte Enrich de Borbó, y evitar la
dispresió insana y estèril que suposa recolzar institucions y associacions
equivocades, sia en sos principis, sia en sa actuació, v.g. la falsa, inútil y
pérfida C.T.C., la heterogènia associació de Somatemps (formada en part, mes no
enterament, per lliberals conservadors) o Societat Civil Catalana, y tota
institució que no pertanyi o lluiti per la vertadera causa de lo vertader rey
llegítim.
José
Miguel Gambra: «Militancia y deberes de caridad política»
Comentario
a las «Consideraciones» de Álvaro Tarfe
Hay una radical
incompatibilidad entre los principios de la sociedad tradicional y de la
sociedad moderna en que se desarrolla nuestra existencia. La primera, producto
de la natural tendencia a vivir en comunidad que caracteriza al hombre, da por
sentado que esa inclinación ha de encaminarse al bien común y, en última
instancia a una perfección acorde con su naturaleza y su vocación sobrenatural.
La segunda, por el contrario, define al ser humano como si estuviera
originariamente dotado de una libertad absoluta, que le hace dueño de sí mismo
y, de suyo, no le obliga a formar parte de una sociedad, ni, caso de pactar su
constitución, existe principio alguno al que deban atenerse las cláusulas del
contrato. De ahí ha resultado una sociedad deshumanizada que somete al
ciudadano a poderes inmensos que, lejos de perfeccionarle, le esclavizan
exterior e interiormente hasta límites nunca conocidos. Poderes inevitablemente
asumidos por castas, mafias u oligarquías de hombres sin escrúpulos que, so
capa de redención, no han hecho más que enseñorearse sobre sus semejantes,
haciéndoles creer en utopías que ellos no creen y haciéndoles querer lo que
ellos sí quieren.
Y eso, desde la época en
que unos pocos hombres cimentaron sus bases teóricas ha crecido hasta alcanzar,
con la globalización, una dimensión completamente universal. En principio la
política moderna se escindió en dos concepciones enfrentadas, aunque hija una
de la otra: el liberalismo y el totalitarismo. Pero, a la larga, ambas han
venido a entenderse en estos tiempos y a contribuir, cada una a su manera, al
llamado nuevo orden mundial. Orden que visto desde el pensamiento tradicional
no es sino desorden, aunque internamente constituye un todo lógicamente trabado
que responde, en la totalidad de sus manifestaciones, al único principio
liberal. En su seno hay o se escenifican enfrentamientos en lo que Juan Manuel
de Prada llama la “demogresca”, pero sus muchas secuelas políticas (legislación
antifamiliar, ferocidad capitalista, separatismo, agobiante estatismo, etc.)
responden todas ellas al mismo principio.
Quienes, quebrantados,
irritados, hartos de todas esas secuelas quieren restaurar el orden político
cristiano no les queda otra sino cerrar filas dentro de la Comunión
Tradicionalista. Su larguísima trayectoria demuestra que sólo ella ha tenido
siempre una conciencia clara de la unidad del enemigo al que se enfrenta
nuestra patria y todo el occidente otrora cristiano. Y su ideario, basado en
milenaria tradición del pensamiento clásico y de las enseñanzas sociales de la
Iglesia Católica, es el único radicalmente opuesto a ese enemigo, sin concesión
alguna a sus principios. El compromiso con la Comunión Tradicionalista, deber
de piedad patriótica en estas horas aciagas, exige de nosotros, primero, una
transformación psicológica para eliminar de nuestra mente las mil trabas que,
introducidas por el enemigo, nos paralizan interiormente. Y, luego, es obligado
eliminar una serie de actitudes que obstaculizan, más seriamente de lo que se
piensa. la acción de la Comunión. Lo primero puede lograrse gracias a tres
consejos evidentes que he tomado de Bernard Dumont (« Retour politique des
catholiques? », Catholica, nº130, Hiver 2016, pp. 4-11). Lo
segundo gracias a los diez mandamientos negativos que presenta el escrito de
Álvaro Tarfe. Ambas cosas no están separadas una de la otra, sino que, como
trataré de mostrar, de los tres consejos para nuestro interior se siguen los
mandamientos sobre la acción exterior del decálogo Tarfe.
Primer consejo:
La primera y más evidente recomendación consiste en mantener la
coherencia. El enemigo es uno, pero sus manifestaciones muchas y con
frecuencia parecen contradictorias entre sí. Nada le viene mejor al enemigo que
tenernos corriendo de un lado a otro como les ocurre a quienes cada día fijan
su mirada en un enemigo diferente y, a tenor de las últimas noticias, se
apresuran a obrar, como si en él se hallara la fuente de todos los males. La
coherencia, enemiga de juicios fragmentarios que no dejan ver el problema de
fondo, impide que agotemos nuestras fuerzas en soluciones parciales a tenor del
enfados momentáneos. De ahí tres mandamientos:
I.– Evitar
el activismo inmoderado, agotador e inútil, que es enemigo de la
acción ordenada y
sistemática.
II.–No
dar consejos que en realidad son órdenes, pues si no se siguen,
quienes los dan se desentienden de toda otra actividad. Siempre es de agradecer
la transmisión de información a veces acompañada de la sugerencia de acciones
posibles. Pero a sabiendas de que los consejos son muchos y los medios son
pocos.
III.– E igualmente son de evitar las actitudes de los “moderaditos”, como
dice Tarfe. Desde su visión incoherente y parcial reducen el mal a un aspecto
de la modernidad y consideran que en todo lo demás se puede llegar a
componendas con diálogo y buena voluntad. De nada valen las actuaciones
parciales ni las agrupaciones políticas que se quedan a medias, en un imposible
intento de parchear lo completamente podrido. Al contrario, nada más
perjudicial que la selección de principios irrenunciables, las laicidades
positivas, los patriotismos democráticos, las democracias cristianas, los
movimientos apolíticos pro-familia o antiabortistas. Pues por dignas de
alabanzas que sean algunas de sus metas, nunca pueden lograr sino éxitos
fugaces y parciales que encubren los males en detrimento de las soluciones
definitivas y estables.
La única solución está en
la lucha radical y sin concesiones, lucha organizada y sistemática que supone
una organización política, con jefes e instancias inferiores, para obrar
de manera coordinada contra un enemigo de fuerza inmensa y férrea unidad de
miras, a pesar de sus aparentes disensiones. De ahí otros tres preceptos de
Tarfe:
IV.– No
propalar críticas por detrás, como hacen tantos que dedica todos
esfuerzos a buscar los defectos de la organización y de quienes la dirigen y a
divulgarlos por los medios internaúticos. Si se han de hacer correcciones
graves (que son la únicas que hay que hacer): por delante y en privado.
V.– No
dedicarse acciones individuales cada uno por su cuenta, que
imposibilitan la acción común.
VI.– No
dárselas de caudillos y andar buscando clientela personal hasta formar
un ejército de generales. Ser jefe o ser el último corneta tiene igual
importancia y mérito si bien se hace. Porque el jefe no es nada sin los
soldados o sin el corneta que transmite sus órdenes. Como dice Tarfe: nunca mal
soldado fue buen jefe. Hay que borrar de nuestra mente todo traza de esa moral
hipócrita del éxito que, procedente del calvinismo, fija toda su esperanza en
agasajos y aplausos.
Segundo consejo: La segunda recomendación para desempolvar nuestro interior consiste en vencer
la timidez. La simiente del liberalismo ha crecido hasta convertirse en un
frondoso árbol y cubrir con su sombra la casi totalidad del globo, oscureciendo
la mente de innumerables hombres que se disputan encarnizadamente los supuestos
beneficios de su venenosa savia. La desmesura pronostica su próxima destrucción
como la higuera maldita que secó Nuestro Señor (Lucas (13, 6-9). Y sus cenizas
vendrán a fertilizar las humildes semillas de mostaza que, cuando Dios quiera,
crecerán hasta volver a cobijar a los hijos de Dios (Lucas 13,
18-21; Mateo 13, 31-35). Pero para eso, hace falta que los católicos
venzan no sólo sus complejos religiosos, sino también políticos; y que, como es
frecuente entre los tímidos, acaben por estallar hasta amedrentar al enemigo.
Las protestas temerosas, parciales, individuales y anárquicas han de dejar paso
a la proclamación organizada y desinhibida de nuestra enmienda a la totalidad
del proyecto liberal.
Para ello se han de
cumplir exteriormente dos mandamientos más de Tarfe:
VII.– No
buscar excusas, pues no las hay. Cumplidas las obligaciones de estado, todo
el tiempo ha de dedicarse a la más encarnizada lucha contra un enemigo cuya
lucha solapada, peor que cualquier guerra abierta, no se conforma con nuestra
sangre, sino con nuestra alma y la de nuestros hijos.
VIII.– No
propagar el derrotismo, aunque dos veces al día veamos negro el futuro e
inútil nuestra acción. Porque no hay acción buena inútil, aunque nosotros no
veamos sus efectos.
IX.– No
quejarse. La vida del tradicionalista es dura y con escasas compensaciones,
pero la alegría de cada uno, aunque sea ficticia, sirve de compensación a los
demás.
Tercer y principal
consejo: La más importante de las exhortaciones, la que más
incide en nuestra patria, exige vencer la desmoralización en
que han caído tantas autoridades religiosas que, desde los tiempos del
postconcilio, son todo concesiones, todo peticiones de perdón por supuestos
crímenes de otros tiempos y, a fin de cuentas, todo peticiones de perdón
sencillamente por ser católicos. La inescrutable Providencia Divina ha
permitido que la religión Católica, que en tiempos de la Cristiandad fue,
vocacional y realmente, el foco más universal de unidad social y política que
nunca ha existido, se vea relegada a la más completa inoperancia. Y esa es la
mayor causa de desmoralización entre nosotros.
Allá por 1937, Luis
Hernando de Larramendi hacía un razonamiento impecable que puede servir para
entender cómo la flagrante traición de tanto eclesiástico no debe detener
nuestra acción y explicar el por qué del último precepto de Tarfe:
X.– No
confundir la piedad política con la piedad religiosa.
La Cristiandad se ha
corrompido y está a punto de morir por obra de la Revolución – decía Larramendi
–, mientras que la Iglesia permanece la misma, aunque hay algo que esteriliza
su acción. De lo cual, con un impecable silogismo, concluía: Si la Iglesia
hubiese debido ser el instrumento inmediato y suficiente de seguridad y
perseverancia de aquel ingente monumento político, de aquella no superada
civilización, no los habríamos perdido. Y, de manera igualmente lógica,
colige que hay una política cristiana, del mismo espíritu forzosamente,
pero de naturaleza distinta a la acción de la Iglesia. Cosa que aclara a
renglón seguido: Quiero decir que a esa
potestad secular no le es bastante, y acaso lícito, limitarse a dejar libre la
acción de la Iglesia, o a sólo ampararla, y menos sustituirla, confundiendo el
apostolado con la obra política propiamente dicha; sino que hay una base
natural política tan ajustada objetivamente a la ley de Dios, que es
indispensable respetarla íntegra y fundamentalmente para que se facilite
la sutil y extrema difusión del espíritu cristiano, prospere en todos los
órdenes de la vida social y haga más propicio él ambiente, más habitual,
asequible y común la conducta digna y hasta más eficaz la práctica de la virtud
del hombre. Quiero decir, en fin, que por naturaleza la vida
política tiene leyes, formas sustanciales e instrumentos insustituibles,
constantes e inviolables bajo pena de perturbación y disolución social. Esa es
la política legitimista...
En otras palabras: la
acción de católico no se reduce a seguir a la Iglesia, sino que, para bien de
la comunidad política, y de la misma Iglesia, debe desarrollar una actividad
política dentro de la sociedad civil. Y esa actividad política, que
directamente apunta al bien común natural, pero indirectamente favorece la
actividad de la Iglesia, es la política del carlismo o legitimismo. [Hernando
de Larramendi, Luis, Cristiandad, tradición, realeza, Cálamo,
Madrid 1952, pp. 84-86]
Larramendi imaginó, ya
por entonces, que el intento revolucionario de apoderarse de la Iglesia
“seguramente estará en marcha hace tiempo” (p. 94). Sus palabras proféticas hoy
se han sustanciado en la penetración del liberalismo católico, o del
modernismo, en la mente de innumerables eclesiásticos desde el Vaticano II. Esa
transformación ha eliminado por completo todo ascendiente de la verdadera
religión sobre la política y ha producido el mayor daño imaginable a cualquier
proyecto de restaurar y el orden político cristiano, pues, para muchos,
suprimió la autoridad en que se apoyaba la mentalidad común del tradicionalismo
político y de la sociedad cristiana, sin que sus ambigüedades, concesiones y
silencios hayan frenado la deriva laicista y anticatólica de los estados
modernos, sino que, más bien ha agravado su prepotencia.
Pero la cuestión
religiosa no está en manos de los laicos resolverla. Podemos apoyar
personalmente y como grupo político a los sacerdotes y organizaciones que se
mantienen firmes dentro del marasmo eclesial; pero es una pérdida de tiempo y
de esfuerzos andarse metiendo en teologías, cánones y liturgias para meter en
vereda la organización eclesiástica. Como seglares no tenemos ni competencia,
ni autoridad ni poder para semejante fin. En cambio, como agrupación de
finalidad política sólo nos queda volver a las enseñanzas perennes de la
Iglesia en materia de deberes políticos y, dominados los escrúpulos de obediencia
servil a las excentricidades de los eclesiásticos, fomentar el bien común
natural (bien inmenso, de suyo) y preparar con el mayor empeño, como causas
segundas que somos, el foco de resistencia que sirva de humilde contribución a
la actuación providencial de Dios sobre el mundo y sobre nuestra Patria.
Porque, al mismo tiempo, serviremos de apoyo extrínseco e indirecto a la
recuperación de orden dentro de la Iglesia misma. Sin desesperación ni
impaciencia, porque las cosas cambian; a veces, cambian muy deprisa y, quizá,
ya han empezado a cambiar.
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