diumenge, 10 de novembre del 2019

La Rinoceritis o las epidemias mentales

LA RINOCERITIS

Presentamos a nuestros lectores un interesante a la vez que muy actual artículo de D. Rafael Gambra (q.s.g.h.) maestro y paladín incomparable del tradicionalismo español, que supo defenderlo ejemplarmente con las armas y las letras. En dicho artículo, publicado en el año 1977, muestra cuán grande sea la indefensión doctrinal en los hombres de nuestro tiempo frente a las distintas ideologías, doctrinas heréticas y movimientos políticos de principios corruptores y desviados (esto es, hijos en última instancia del liberalismo y de la Modernidad). Las acertadas observaciones que en él se contienen son una alerta frente a la desorientación y desprotección doctrinal que invade nuestra sociedad, de lo que se desprende por vía de consecuencia la necesidad acuciante de una lucha y militancia rme en defensa del Bien y la Verdad, que no se puede sostener, a nuestro juicio, sin pertrechar el espíritu de un amplio caudal de buena doctrina, esto es, de las armas espirituales necesarias para no sucumbir en el combate con que la Revolución penetrado no ya en el seno de nuestras familias, sino en lo más hondo de nuestras almas. Penetración aparentemente suave y poco violenta, pero quizás por ello más peligrosa y destructora.

EPIDEMIAS DE AYER Y DE HOY
Rafael Gambra, marzo de 1977
Se habla mucho de brotes de cólera aquí o allá en el ancho mundo. Incluso ha despertado movimientos de alarma por el recuerdo de lo que tal anuncio suponía hace un siglo, en las últimas grandes epidemias de esta enfermedad.
Pero fácilmente se está viendo que, en este terreno, las cosas han cambiado esencialmente de un siglo a esta parte: la enfermedad no tiene ya la peligrosidad de antaño porque existe un ambiente de asepsia que impide su rápida difusión localizando los brotes, y unos medios para combatirla que le quitan su carácter mortal. Si hace cien años la sociedad —y cada hombre en ella— vivían en una casi total indefensión respecto a la epidemia —que se extendía fulminantemente—, y frente al caso concreto —que solía ser fatal—, un sistema de múltiples defensas ha reducido la enfermedad al azar de casos insólitos, aislados.
La epidemia mental
Esto me ha hecho pensar que en el terreno de la enfermedad o mal espiritual —el error, la prevaricación, el vicio o el pecado— se ha producido en este último siglo una evolución precisamente inversa a la operada en el campo de la prolaxis y la terapéutica. Esto es: que las almas se encuentran hoy ante esos peligros en el mismo estado de indefensión en que hace un siglo se encontraban los cuerpos frente al cólera. La misma civilización que ha sabido crear un medio defensor frente a las epidemias virulentas ha destruido minuciosamente los medios defensivos con que generaciones pasadas supieron proteger a las almas de la contaminación espiritual y moral.
Estos medios de defensa espiritual eran las costumbres, las convicciones religiosas, los respetos ambientales, las instituciones —especialmente la familiar—. La civilización del último siglo —desde sus precedentes volterianos y enciclopedistas— se ha aplicado, con el mismo ardor que al cultivo de la ciencia y la técnica, a la anulación de todas esas defensas de las almas en nombre siempre de la razón y de la libertad individual. Todo —desde el pudor elemental que nos incita a vestir con decoro, hasta el misterio de la Trinidad que nos inclina a pensar en Dios de una determinada manera— ha sido minado y desprestigiado bajo el título de prejuicios o de constricciones intolerables. Así, el niño o el muchacho de hoy se encuentra tan indefenso y a merced del error, del vicio o de la corrupción, como el de antaño respecto del cólera u otras epidemias.
Tal estado de indefensión ambiental no es causa sólo de que tantas o cuantas almas caigan fácilmente en las tentaciones del espíritu o de la voluntad, sino de otro efecto muy semejante a las antiguas plagas o epidemias: el carácter contagioso, la difusión fulminante, de tales males.
Me adentraré exclusivamente a la corrupción de la mente o del espíritu, ya que la difusión vertiginosa del mal en la moral (impudicia, inversiones, drogados, etc.) está demasiado a la vista de todos.
La rinoceritis
Una obra teatral de Ionesco —Rhinoceros— expresa de un modo plástico el carácter fulminante de las plagas mentales en nuestra época. Se trata de una ciudad en la que, de pronto, los hombres empiezan a convertirse en rinocerontes a través de una breve metamorfosis. En un principio el hecho produce estupor y horror, y es considerado por todos como absurdo e inadmisible. Poco después empieza a verse como más natural, y se convive con los animales.
La transformación ataca siempre a aquellos que muestran una predisposición mental hacia ella. Sus síntomas son una espontánea preacomodación al hecho. Si un hombre comienza a admitir que la cosa tiene precedentes en la teoría de la evolución, que hay cosas peores, que no se debe exagerar, que el rinoceronte es un animal fuerte y sano, que la frontera entre la animalidad y la racionalidad no son tan claras... ese individuo sufre inmediatamente la metamorfosis. Al cabo, todos los habitantes de la ciudad se tornan rinocerontes. Todos menos uno: un resistente, una especie de «ultra». Se trata de un hombre sencillo y no demasiado intelectual que sabe aferrarse a sus evidencias y convicciones elementales: que aquello es absurdo e inadmisible, que volverse animal es una degradación, que el rinoceronte es un horrendo animal...
Ionesco ha aclarado posteriormente la circunstancia que le inspiró este tema, cuyo signicado es, por lo demás, harto claro para todos. El asistió en Rumania, su patria, a la ocupación hitleriana. Su grupo de amigos como todo el país, recibió con hostilidad al invasor. Sin embargo, la marcialidad, el poderío militar, la mística del Partido, eran tan sugestivos... Aquellos hombres parecían invencibles y representaban «la marcha de la Historia». Su triunfo sería irreversible... Ionesco iba a ser testigo de una de esas plagas mentales fulminantes de un proceso rápido de «rinocerización».
Uno de sus amigos, por ejemplo, dejaba un día caer sin darle importancia: «la verdad es que los judíos han sido nefastos en la vida de Europa» (gran verdad, por lo demás, pero sintomática dicha en ese momento). Era la señal: a las pocas semanas ese amigo se habría adherido al Partido y saludaría brazo en alto con energía competitiva con el invasor. A los pocos meses, y mediante procesos semejantes, todos sus amigos formarían voluntariamente en la SS alemanas.
La propia experiencia
Yo mismo, en lo que llevo de vida, he asistido a dos procesos de rinocerización fulminante. Podría citar varios nombres de personas de mi trato que han sufrido los dos.
Cuando acabó la guerra de España y se disolvieron los tercios de Requetés fui destinado como ocial a un Batallón de guarnición en Madrid. Sus ociales (provisionales todos) eran de ideologías diversas, dentro de la gama congruente con el Alzamiento Nacional. Eran los días de las grandes victorias de Hitler, desde Francia hasta Odesa. Todos aquellos muchachos se hicieron mentalmente hitlerianos, todos competían en saludos ultrafascistas, muchos vistieron uniforme verde en una división del Ejército alemán. El solo hecho de dudar de la victoria alemana o de poner objeciones al totalitarismo era suciente para ser tachado por ellos de «anglólo» o «aliadólo», calicativos denigrantes a la sazón.
A los veintitantos años de aquella violenta metamorfosis hablamos con aquellos mismos hombres y nos damos cuenta de que son convencidamente demócratas, pacistas, progresistas religiosos y socialistas, cuando no abiertamente «contestatarios» o revolucionarios. Sus ídolos son ahora los Kennedy, Luther King, el Che Guevara, y su imagen del demonio aquel Hitler por cuya causa hubieran muerto en 1942. Quienes objetamos hoy a sus nuevos dogmas somos calicados de «fascistas» con el mismo aplomo y convicción con que lo fueron ellos mismos antaño. Todo el mundo sabe que los más «demócratas» y «aperturistas» de la España actual son los intelectuales más fascistas de los años cuarenta.
Los síntomas de la presente epidemia son, como en Rhinoceros, una leve inexión, una especie de predisposición sutil o de «apertura» al virus. Un amigo nuestro dice un día, por ejemplo, «la verdad es que el capitalismo es inhumano» o «las ideologías deben tener una proyección social» (cosas muy verdaderas, pero, sintomáticas, dichas ahora). Al poco tiempo ese hombre es un activista de la «contestación» o un pro-chino convencido. Un cura se quita la sotana y aparece en clergyman o hace leves insinuaciones «humanistas». Al poco, no predicará más que socialismo: han sido víctimas del virus mental en un ambiente sin defensas.
Ciertamente entre los hombres de hace un siglo, como en los de toda época, ha habido cambios de mentalidad, conversiones y apostasías. Pero esto era raro y, por lo mismo, llamativo. Al igual que lo es hoy una víctima del cólera. La mente de aquellos hombres estaba defendida —en su rectitud y en su coherencia— por un sistema de convicciones, de respetos y de costumbres que hacía imposible la difusión masiva de una epidemia mental. Y que sobre una misma generación cayeran dos o tres olas sucesivas de rinoceritis.

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