diumenge, 7 de desembre del 2025

Las misiones catalanas, peripecias de una profesora de religión (VI): ¡En guardia! Llega la Navidad

Pesebre vacío

 

Las misiones catalanas, peripecias de una profesora de religión (VI): ¡En guardia! Llega la Navidad



El jefe de estudios del Instituto me dijo, ¡en septiembre!: «Este año mejor que no armes el Belén en el vestíbulo». Mi respuesta llegó en diciembre. La encontró en el vestíbulo con el Belén, más visible si cabe que el año anterior. Eso de la tolerancia me tiene un poco hastiada. «¡En pie de guerra! ¡Pon el Belén!»


 

De los creadores del «Feliz Ramadán», llega, redoble de tambores, ¡oh sorpresa!, la esperada y no menos aclamada «Felices vacaciones de invierno», o más moderno y progre si cabe, «Feliz solsticio». Vamos a ver cómo continúo, porque el tema se las trae, y tampoco quiero escribir desde la rabia, la tristeza o, peor todavía, la desesperanza. Aunque, pensándolo mejor, lo único que es pecado es lo último: la desesperación de quien no tiene fe. Y la ausencia de fe, eso sí que no puedo ni quiero permitírmelo. Escribiré, pues, con esperanza, que de momento viene apuntalada entre la rabia y la pena. Ésta es mi realidad, ahora y aquí. La ira santa de Dios, que me mueve a señalar todo lo que amenaza la verdad. La tristeza que me invita al recogimiento y al sagrado aislamiento del mundo para escuchar la voz de Dios en el silencio.
    

Valga este introito para decirte que la Navidad, desde niña, me ha gustado mucho. ¿A quién no? El uno de diciembre empezaba la cuenta atrás, el Adviento, que recuerdo con cariño. Tiempo de espera. Pero no una espera tediosa, como una cola en el banco, sino un tiempo para velar, estar atento y despierto. Las velas que se encendían semana a semana. Un calendario con purpurina con 24 ventanitas que escondían una modesta y sencilla imagen navideña. En mi época no había chocolatinas ni premios detrás de las minúsculas ventanitas. Nos emocionábamos con los dibujos de trineos, campanas o una estrella. La Navidad culminaba en la noche santa, misterio y asombro del nacimiento de Dios. La luz irrumpiendo en la oscuridad de la noche cerrada. La Misa del Gallo, el frío, el sueño en la bancada de la iglesia, los villancicos. Navidad era familia, el aroma insustituible de la escudella del día 25, el tió tan típico en Catalunya, el turrón y las burbujas del champán. La mezcla de olores tan dispares como el caldo, el pollo con ciruelas, el turrón de chocolate, el café recién hecho y el champán me descubre imágenes a buen recaudo en mi memoria. Indelebles. Como el niño Jesús, que nace a cada instante. El poema recitado en lo alto de la silla, durante la sobremesa, poco se habla de la prodigiosa memoria que teníamos de niños. La cabalgata de los Reyes Magos, y los nervios de la noche del cinco de enero. Magia de la buena, inocente y llena de calidez. Tantos recuerdos, que siguen vivos porque la tradición los mantiene para que mi nieta los entregue, cuando llegue el momento, a las generaciones que vendrán.
    

La Navidad no es sólo un día. Es un espíritu que impregna y da sentido a nuestras vidas, ya sea el día 24 de diciembre como el 2 de abril. La Navidad es Dios entre nosotros. Para quedarse. No se va al baúl de los adornos cuando termina después de Reyes. Dios no hace vacaciones. Permanece. Y, por concretar todavía más, la Navidad, en realidad, no son vacaciones. La alegría de la Navidad no es vacía, propia de la frivolidad de los anuncios de perfumes o las comidas de empresa. Es una alegría que nace en un portal de Belén, en un pesebre. Ésta es la alegría a la que estamos llamados a celebrar. Una cuna con el Niño Dios recién nacido y una tumba vacía. Ésta es la promesa cumplida que celebramos. De la cuna a la tumba. El misterio que salva y da sentido a todo. No son vacaciones, rotundamente no. Es santificar las fiestas. Es muy distinto.
    

Y con todo este espíritu navideño, con esta fuerza que sólo la alegría concede, me motivé en mi primera Navidad en el Instituto. ¡Cuántas cosas tenía que contar y compartir! Como profesora de religión, aprovecho el calendario litúrgico para explicar de dónde vienen las festividades, tradiciones y cultura. Es terrible constatar que los adolescentes no tienen ni idea de nada. Cero patatero.
    

Mi primer año, toda ilusionada, pregunté a los de segundo de la ESO, pensando que la obviedad hacía innecesaria la pregunta: «¿Qué celebramos por Navidad?». Silencio. Sigo cuestionando con la mirada. Kevin (un día hablaré de los nuevos nombres), un chaval de Honduras, dice vagamente: «Lo de Papá Noel, ¿no?». Mi cara debería ser un cromo. Disimulé y me hice la tonta. «Ah, sí, qué bien. ¿Y en el belén a quién ponemos?» Tenía las figuritas que había traído de casa para armar el belén en el vestíbulo. Saqué a la Virgen y a San José: «Ponemos a María aquí, a José aquí, y en la cuna… ¿Me puedes buscar a Papá Noel de bebé en la caja, Kevin?»
    

Justo en este momento, se dio cuenta de que algo fallaba, y su compañera tuvo su eureka y vino en su rescate: «¡El Niño Jesús! Celebramos el nacimiento de Jesús». ¡Madre del amor hermoso! Estamos peor de lo que imaginaba. En las Navidades de la rebelde masa de adolescentes, la cuna está vacía. Entre otras cosas, porque ni tan siquiera existe. Quedó eclipsada detrás de la oronda tripa de Papá Noel, las luces estridentes y los villancicos cursis en inglés. Entre tanto ruido, la cuna quedó en el olvido. Jesús sigue en un recóndito pesebre, entre pañales, vulnerable y divino, aguardando para que nos agachemos y lo acunemos entre nuestros brazos, para no soltarlo jamás. Y a mí me toca señalar con el dedo ese lugar. Este humilde gesto. A estos adolescentes sin raíz.
    

Éste es el nivel de los alumnos que eligen la asignatura de religión; imagina cómo es el resto. Ahora bien, todos tienen su calendario de Adviento, este año de no sé qué videojuego, y en cada ventanita, un código QR que regala no se sabe qué idiotez. Perdón por la grosería. Pero ya avisé: sigo enfadada. ¿Cómo hemos llegado a este punto en que hasta la Navidad se ha secularizado?
    

Ayer viernes, mientras conducía hacia el Instituto, entendí algo de una forma muy fuerte, viva y encarnada. En ciertas ocasiones, la toma de conciencia sobre algún tema la siento en la totalidad de mi ser. No es que tenga algún éxtasis que me incapacite, qué va, puedo seguir andando o conduciendo. Pero mi ser entiende algo fundamental. Así sopla el Espíritu Santo. Entendí, pues, que la materia de religión se va a convertir en una formación de trinchera, de resistencia, casi militar. De lucha. Porque, a veces, se nos olvida, pero estamos en guerra. Una contienda furibunda, sin piedad, que tiene como propósito la aniquilación de uno de los bandos. ¿Adivinas cuál? Una guerra con el final ya escrito, por cierto. Un instituto no es tierra de misiones como pensaba. En las misiones de antaño, al menos se adoraba a los dioses. Los paganos tenían un fuerte sentido del temor de Dios y del misterio y la adoración. Sólo era necesario ordenarla hacia el Dios verdadero. El bueno. Pero ahora, los adolescentes no adoran más que a sí mismos, como el resto del claustro. Un instituto es tierra quemada después de una cruenta batalla. El odio hacia lo cristiano, a Dios, Jesús, la Virgen. Toda raíz que recuerde quiénes somos de verdad, todo vestigio de nuestra identidad verdadera, todo fundamento de nuestra civilización occidental debe ser derrotado. Tierra quemada. De la catolicidad a la secularización. De la universalidad católica a la uniformidad cultural. Desde Teruel a Lima o Berlín, todo igual, sin distinción, sin raíz. Globalización lo llaman, la nueva religión del Dios sin rostro y su catecismo. Huérfanos de Dios. Sin padre ni madre, ni linaje. Como vulnerables terrones de azúcar, todos diluidos en una masa manipulable, sin espíritu ni vida. Sin raíz. Sin Dios. Sin humanidad. Sólo masa sin forma.
    

Como te decía, me vino este pensamiento después de ver esta semana la enésima barrabasada perpetrada, ya sea delante del Duomo de Milán, los bunkerizados mercados navideños alemanes, o la prohibición de encender luces en Manchester por orden de la alcaldesa musulmana. Ya no se trata de explicar la Navidad a mis alumnos para que tengan un mínimo de cultura. Se trata de formar nuevos soldados para defender nuestras tradiciones. «¡En pie de guerra!. Pon el belén, al niño Jesús, la Virgen y San José. Me conformo con eso, aunque no creas en Dios. Pero defiende esto antes de que sea demasiado tarde. ¡Hazlo! aunque no lo entiendas ni sientas. ¡Solo hazlo! Ocupa el espacio con la cuna y el niño, no lo dejes vacío, porque alguien lo va a llenar de otras cosas».
    

Y, por cierto, el acoso y derribo al verdadero sentido de la Navidad no sólo se vive y se sufre en lejanas ciudades, qué va. El guionista de la nueva película de terror que estamos viviendo escogió al jefe de estudios de uno de mis institutos para que me dijera, ¡en septiembre! —imagino que para asegurar las cosas—: «Este año mejor que no armes el Belén en el vestíbulo». El curso anterior, mi primer año en ese instituto, obviamente, con los alumnos, hicimos un belén que hizo las delicias de los demás alumnos. Vuelvo a septiembre y el jefe de estudios y sus delirantes exhortaciones. Mi silencio fue elocuente, porque ante tal absurdo, uno no puede más que callar y dejar al interlocutor que se enrede en su propia absurdidad. Defendió su desubicada indicación y me dijo: «Es que este año hay algún musulmán y se puede ofender con el Belén». En este instituto hay pocos musulmanes, entre otras cosas porque no hay estación de tren ni transporte público. No recuerdo qué le contesté, en realidad. Mi respuesta llegó en diciembre. La encontró en el vestíbulo con el belén, más visible si cabe que en el año anterior. Eso de la tolerancia me tiene un poco hastiada.
    

Elaboramos con los alumnos un cartel que pegamos en la pared donde rezaba: «Éste es el verdadero espíritu de Navidad; sin él, la Navidad es sólo consumismo». Elaboramos una serie de carteles, como si fueran globos de diálogo, en que se explica pedagógicamente qué es el belén, qué representa, cuál es su origen, para que todos los que pasen por el vestíbulo aprendan algo. Es enternecedor ver cómo a muchos alumnos, al ver el belén, se les despierta un sentimiento nuevo y entrañable. Un sentimiento que siempre estuvo allí y alguien arrebató. Muy genuino y olvidado.. A la vuelta de las vacaciones navideñas, en el vestíbulo de aquel gélido ocho de enero, retumba la voz del jefe de estudios: «Acuérdate de quitar el belén». En mi interior un «Dios dame paciencia», respondí con una radiante sonrisa; para ser fieles a la tradición, lo tendría que quitar por la Candelaria, pero tranquilo, lo harán los alumnos esta semana.
 

Me siento como un coronel de un ejército en lugar de una profesora de religión cuando se trata de enseñar sobre la Navidad. Hay que espabilar. Ponerse firmes. No claudicar. La única rendición permitida es a la voluntad de Dios. La rendición de la Virgen, la única actitud posible. Porque ya vamos tarde. Una Navidad sin la cuna en Belén no es más que un aquelarre de luz y color que diluye y desestructura mente, corazón y alma, para derribar nuestra civilización. Tal cual. Sin anestesia. Solo la verdad nos hace libres, y esta no siempre es bonita.
   

Ser profesor de religión es durísimo; el nivel de estulticia, indiferentismo, relativismo y cualquier -ismo que se te ocurra es la nada más absoluta. Convertir a cada adolescente en un nuevo inquilino de la gran masa en la que quieren convertir a la humanidad. Sin forma, sin cuerpo. Sin esencia, sin alma. Una suerte de plastilina moldeada por los dedos llenos de odio de ya-sabemos-quién. La destrucción y el odio a nuestra cultura tienen una rúbrica muy concreta.

La Navidad, el nacimiento del Niño Dios, aplasta la cabeza de la serpiente gracias al sí más estrepitoso que nunca se ha pronunciado antes. El sí de María, obediente, humilde, que pone de nuevo orden. ¡Gloria en el cielo y paz a los hombres de buena voluntad! Gracias a esta apartada cunita de Belén, todos estamos llamados a aplastar la cabeza de esta serpiente antigua. Y lo sabe. Y cuando guardemos de nuevo las figuritas, envueltas en papel de periódico, Jesús permanece en nuestros corazones, dispuestos y disponibles. Como la humilde cunita que lo hospedó por primera vez.
    

Dios me asista en esta heroica tarea un año más. Amén.
 

Eulàlia Casas, Círculo Tradicionalista de Barcelona Ramón Parés y Vilasau




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