
Pantocrator del Sinaí, Monasterio de Santa Catalina, Egipto
De Babilonia a Roma (XI): ¿Para qué se necesita a Jesús?
«El Dios cristiano es concreto, tanto como un bebé nacido en Belén o un trocito de pan consagrado. Es un Dios visible, público, accesible a todos. Es real».
Ésta es la pregunta, que de forma natural debería desprenderse de una mente atenta leyendo la entrega anterior. No solo atenta, sino perpleja. Suspicaz y apunto de desenvainar la espada y entrar en la batalla. Todo católico con formación debería alarmarse ante la lectura de cualquiera de las entregas publicadas hasta el momento. ¿Para qué se necesita Jesús? Es la clave, el fundamento de la New Age. La piedra angular desechada por el Enemigo. El derrumbe y derribo de toda estructura. La Nueva Era —la religión creada por Satanás— quiere que creas que no necesitas a Jesús: ese personaje trasnochado, blandengue, superado definitivamente por las nuevas propuestas mesiánicas. Pero, por si alguien en un resquicio de conciencia todavía conecta con Él, ¡todo está controlado! El Enemigo también tiene algunos nuevos jesuses que ofrecerte. Además del histórico, está el «Maestro Ascendido», que comparte panteón con Buda, Lao Tse, Kwan Yin, Lady Nada, la Pachamama y hasta la Estrella de Belén. Parece una broma, pero no lo es.
Jesús —el verdadero— no pinta nada en la Nueva Era, porque es el único con poder suficiente para librar la batalla espiritual. Pero claro, la Nueva Era no va de guerra, sino de paz. El colosal engaño: la falacia de la paz. El irenismo, herejía cristiana donde las haya. De hecho, la Nueva Era es la síntesis de todas las herejías, como iremos viendo. Mientras tanto, la guerra se libra sin que nos demos cuenta. ¿Para qué necesitamos a Jesús? Para nada. El Enemigo te hace creer que solo tú te bastas, y en esa mentira, él gana la batalla. Pero no la guerra. Ni mucho menos.
¿La Nueva Era es panteísta? ¿O qué es? Hace unos días, un sacerdote me formuló esta pregunta. Tras una pequeña reflexión, le respondí que podía serlo todo: desde el dualismo de Patanjali, hasta la no dualidad advaita, el panteísmo del neopaganismo celta o el politeísmo yóguico hindú. —¿Qué quieres? —te pregunta el Enemigo—. ¿Qué te hace sentir cómodo? ¿Qué te apetece? Tus deseos son órdenes. El Enemigo quiere que creas que tienes razón en todo, estés o no equivocado. De hecho, siempre lo estás, pero llega un momento en que ya no lo notas. Él quiere que confundas todo: que al error lo llames verdad, y a la verdad, mentira. Es tan malo y perverso que te inocula sus deseos, haciéndote creer que son los tuyos. Te hace pensar que eres tú el artífice de tu vida espiritual, el creador de contenido de tu alma. Te jactas de tus «descubrimientos divinos», pero en realidad es él quien da alas a tu soberbia y vanidad, mezclándolas con el dolor de tus heridas, para alimentar el fuego de la sinrazón. Del pecado, simple y llanamente.
¿Qué es la Nueva Era? Todo y nada a la vez. En el fondo late un nihilismo disolvente, el vacío más absoluto. Un interior hueco que te guía al vacío externo. Y el tema es éste: científicamente, el vacío no es posible —no me hagas contarte por qué—, pero es así. Entonces… blanco y en botella. Ese vacío, del que ahora te contaré un par de cuestiones. no es más que el infierno. Tal cual. En la Nueva Era, uno cree fundirse con la naturaleza, el universo, el océano cósmico, Purusha, Brahma, el Nirvana o el Valhalla… pero en realidad es la nada. No la nada de la cual Dios crea, sino un vacío que hiela el espíritu, que lo congela. «¡Pierda toda esperanza!» —el infierno dantesco—. Eso es la Nueva Era: el infierno con palabras bonitas atractivas. Eufemismos cutres.
Y con toda esta revoltura, ¿qué hacemos? Visto desde mi punto de fuga, me da vergüenza haber sido tan ingenua. La soberbia tiene eso: prefiere tener razón a estar en la verdad. El Enemigo no puede destruir la verdad, pero sí mezclarla, distorsionarla, ocultarla, enmascararla. Cualquier truco de magia con tal de confundir, de hacer caer en el engaño y en la ilusión vacía. Yo buscaba a mi manera… bueno, a la del Enemigo. Encontraba. Probaba. Desechaba cuando no funcionaba (es decir, siempre). Como quien se compra unos zapatos. Todo parece muy profundo, pero es absolutamente frívolo y efímero. En ese llamado «universo» no encontraba ni mi imagen ni mi semejanza. Era difuso.
Por partes: ¿Por qué en la Nueva Era es innecesario Jesús? Porque el dios que propone no es personal. Y en el summum de la soberbia, te hace creer que para conectar con «Eso», no se necesitan intermediarios. Uno se basta y se sobra. ¿Vas atando cabos? El dios que el Enemigo propone es un foco de Luz, una Energía, un mar Cósmico, la Nada, el Todo, la Fuente, el Universo, Brahma, la Naturaleza… Es el pléroma gnóstico: ese lugar del cual la chispa divina cayó, descendió y se embruteció. El cuerpo, una jaula. El alma, una prisionera. Para salir del encierro del dios malvado, basta recordar y ascender. Por las propias fuerzas, sin más ayuda que la voluntad. Por arte de magia. Y ya sabes —donde hay magia, hay mago—. La respuesta es de perogrullo. Con tal de no usar el nombre de Dios, el Enemigo ha creado un surtido catálogo. Esa palabra —Dios— lo pone de los nervios, por eso inventa imitaciones y nuevos nombres.
Pero dime, ¿con un foco de luz te puedes relacionar? La verdad es que no.
Ahí sigue Satanás con sus estrategias disolventes, convirtiendo poco a poco a Dios en una masa fluida y sin estructura. Porque la Nueva Era va de «fluir». Dicho claro: va de no escoger, no tomar partido, no comprometerse ni responsabilizarse. No hay bien ni mal en ese flujo de energía. Dios es de todo, menos Dios.
Todavía me acuerdo de cuando una amiga, que me concertó una cita para hacerme reiki (más adelante te contaré), me mandó un mensaje: «Ya verás que te van a hablar del Universo. Tú tranquila, es Dios». Y sin más, me lo tragué. Recuerda: el Enemigo trabaja sin ser visto, como las termitas. Va demoliendo estructuras mientras conserva las apariencias.
Y fíjate el grado de confusión que manejaba: en esa época iba a Misa, donde realmente me sentía en casa. Un día, durante la consagración, justo cuando el sacerdote imponía las manos sobre las especies, lo vi claro: Jesús se encarnaba en ese pedacito de pan. Me quedé maravillada y pensaba: «¿Es que nadie se da cuenta de lo que aquí está pasando?» Ese momento fue crucial. Ese conocimiento vívido, real, me salvó de terminar haciéndome evangélica. Como lo oyes: en mi conversión, salí del fuego para caer en las brasas. Pero eso todavía no toca.
Date cuenta hasta qué punto el Enemigo merma la razón, anestesia el entendimiento. Llegué al absurdo de saber que Jesús estaba en la hostia consagrada y, al mismo tiempo, confundir al Universo con Dios. Es decir: confundir creación y Creador. Una locura.
Ahora sé que el Dios cristiano es concreto, tanto como un bebé nacido en Belén o un trocito de pan consagrado. Es un Dios visible, público, accesible a todos. No es una interioridad, ni una idea, ni una sensación, ni un sentir. Es real. Nos llama por nuestro nombre, mientras el Enemigo no sabe ni quiénes somos. Sólo conoce nuestra herida, y por ella se cuela para hacernos caer.
Recuerdo una conversación con un sacerdote que conocí en Jerusalén, en los días del derrumbe de todo lo que había significado la Nueva Era para mí. La sospecha era ya demasiado evidente para seguir con la farsa. Le mandé un mensaje: «¿Qué diferencia hay entre orar a Dios o hacerlo en nombre de Jesús?» Entre esa pregunta y lo que aquí relato mediaron quince años. Quince años de deambular, de perderme, de enfangarme creyendo que me estaba iluminando. Pero ese largo paréntesis, lejos de ser lo peor que me pasó, fue lo que Dios usó para mostrarme quién es Él realmente y lo que sigue haciendo por mí. De lo malo, Dios hace lo bueno.
Eulàlia Casas, Círculo Tradicionalista de Barcelona Ramón Parés y Vilasau
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