dimecres, 10 de setembre del 2025

Contra el racismo: la visión católica de la unidad del género humano

Anónimo cuzqueño: «Matrimonios de Martín de Loyola con Beatriz Ñusta y de Juan de Borja con Lorenza Ñusta de Loyola». 1718. Óleo sobre lienzo, 228 x 295 cm. Ubicación original: Iglesia de la Compañía de Jesús, Cuzco, Perú. Ubicación actual: Museo Pedro de Osma, Lima (Fundación Pedro y Angélica de Osma Gildemeister).
 

 

Contra el racismo: la visión católica de la unidad del género humano


El racismo biológico moderno es un producto del mundo protestante y tiene sus antecedentes en el judaísmo, en su autopercepción como «pueblo elegido»


Rechazar el racismo no implica defender un mundo homogéneo y desarraigado. Al contrario. Se distingue con claridad entre el racismo y el «amor a lo propio».


 

El racismo, doctrina que establece una superioridad natural y biológica de un grupo humano sobre otro —o, al menos, diferencias esenciales entre ellos—, choca frontalmente con el núcleo mismo del pensamiento tradicional español y católico. No es una simple cuestión de preferencia política; es un error antropológico de gravísimas consecuencias, una herejía moderna que niega la unidad del género humano, revelada por la Fe y defendida por la razón.

Don Francisco Elías de Tejada, en su magistral obra titulada El racismo, desmonta los cimientos de esta doctrina errónea con la precisión de un cirujano y la contundencia de un martillo. Para el carlismo, la sociedad no se constituye por la sangre o un abstracto «derecho del suelo», sino por la comunión en una Fe, una historia, un orden jurídico tradicional encarnado en los Fueros, y una monarquía legítima. La raza, como distinción determinante, es una quimera.

«El racismo es, ante todo, una herejía», afirma Elías de Tejada. Y lo es porque «niega la unidad del género humano, afirmada por el dogma católico en el dogma del pecado original y en la redención de Cristo, que todos contrajeron por la desobediencia de un hombre y todos fueron redimidos por el sacrificio de Otro Hombre.» He aquí el axioma irrebatible. Si todos los hombres, sin excepción, descendemos de Adán y Eva y todos somos redimidos por la Sangre de Cristo, ¿cómo afirmar que unos son esencialmente superiores a otros por su linaje? La Redención es universal. Cristo no murió por una sola raza, sino por toda la humanidad. Cualquier doctrina que segmente la humanidad en grupos de distinto valor ontológico es, por definición, anticristiana.

El pensador extremeño no se limita a la refutación teológica. Ataca el error de base científico: «Las supuestas razas puras son una entelequia. […] La humanidad es un concierto de mestizajes desde su mismo origen.» El carlismo, lejos de cualquier endiosamiento tribal, celebra la vocación universalista de España. Nuestra grandeza no reside en una pureza inexistente, sino en nuestra labor de evangelizar sociedades bajo el magisterio de la Cruz y la autoridad del Rey. El Imperio Español no fue un imperio de segregación, sino de «unidad en la fe católica, que acogía en su seno a indios, negros y amarillos, haciéndoles tan españoles como los hijos de Castilla o de Aragón», siempre que abrazaran la Fe y las leyes de la comunidad.

Don Francisco Elías de Tejada, en su magistral obra, no se limita a refutar el racismo; rastrea su origen y lo encuentra lejos de la ortodoxia católica. Desenmascara sus raíces en el mundo protestante y judío, mostrando su incompatibilidad radical con la cosmovisión católica.

El profesor extremeño señala que el racismo, como doctrina política, «nace en el siglo XVI, en el seno de las sectas calvinistas» de Norteamérica, utilizándose para justificar la esclavitud de los negros africanos. Fue una «doctrina forjada por los puritanos de Nueva Inglaterra para excusar su tráfico de esclavos». Éste es un punto determinante: el racismo biológico moderno es un producto del mundo cultural protestante, donde la predestinación calvinista buscó una justificación tangible y terrenal en la «raza» para su idea de un «pueblo elegido». Frente a esto, la España católica había desarrollado siglos antes, con las Leyes de Burgos y de Indias, un corpus jurídico que, aunque imperfecto, reconocía la humanidad y los derechos de los nativos americanos.

Asimismo, Elías de Tejada identifica un antecedente del racismo moderno en el judaísmo. Éste sostiene una idea de «pueblo elegido» basado en la sangre y la ley, y crea sí una barrera entre judíos y gentiles. Si embargo, el Cristianismo superó aquella barrera: San Pablo nos enseña que, tras Cristo, «ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3,28). Así, San Pablo destruye cualquier pretensión de superioridad basada en un grupo humano sobre otro. Todos somos iguales en dignidad por ser bautizables, en potencia redimidos por la misma Sangre de Cristo y llamados a la misma salvación. La Fe Católica es universal y misionera, y no puede dejar de serlo.

Frente al modelo segregacionista anglosajón de origen protestante y antecedente judío, Elías de Tejada opone el modelo español de integración. La Reina Isabel la Católica estableció desde un principio que los indígenas eran «vasallos libres de la Corona de Castilla». Las Leyes de Indias, aunque a menudo incumplidas en la distancia, representaron un esfuerzo monumental por aplicar los principios de justicia y caridad cristiana, reconociendo el alma y los derechos de los pueblos conquistados. El resultado no fue un imperio de apartheid, sino un vasto proceso de mestizaje sin complejos que creó la realidad pluricontinental de la Hispanidad.

Nuestra grandeza, insiste Elías de Tejada, reside en esta labor: «El Imperio Español no fue un imperio de segregación, sino de unidad en la fe católica, que acogía en su seno a indios, negros y amarillos, haciéndoles tan españoles como los hijos de Castilla o de Aragón», siempre que abrazaran la Fe y las leyes de la comunidad. El «ser español» nunca fue una categoría étnica; fue, y para nosotros debe seguir siendo, una adhesión a una empresa cultural y religiosa común bajo la Monarquía Católica.

 

José Vivar y Valderrama: «Bautismo del gran cacique Cuauhtémoc por el Padre Bartolomé de Olmedo, siendo sus padrinos don Hernán Cortés y don Pedro de Alvarado». Primera mitad del siglo XVIII. Óleo sobre tela, 397 x 410 cm (gran formato). Museo Nacional de Historia, INAH, Ciudad de México.



 

Esta postura no es exclusiva de Elías de Tejada. Es el sentir de la Tradición.

Juan Vázquez de Mella, el Verbo de la Tradición, ya había afirmado que la Patria es una empresa común que trasciende lo biológico. Para Mella, la patria es un alma, un carácter espiritual forjado por la historia, la religión y las instituciones, no un agregado de genes.

Marcelino Menéndez Pelayo, en su Historia de los Heterodoxos Españoles, defendió el modelo español de integración frente a la leyenda negra, mostrando cómo el problema en América no fue la «raza», sino la lucha entre la concepción católica de los misioneros (que veían almas que salvar) y la concepción materialista de algunos colonos (que veían manos que explotar). Venció, aunque no sin lucha, la primera.

Rafael Gambra Ciudad enfatizó que el orden de la Cristiandad se basa en los «cuerpos intermedios» —la familia, el municipio, el gremio, la región— que organicen naturalmente la sociedad. Estos grupos se definen por la función, la proximidad y la lealtad, no por la raza. El racismo, como el comunismo, es un invento individualista que atomiza la sociedad, enfrentando a los hombres entre sí y destruyendo los lazos orgánicos que los unen, para luego someterlos a un Estado todopoderoso.

El carlismo, fiel a su realismo, no cae en la ingenuidad del universalismo abstracto que desprecia las identidades concretas. Rechazar el racismo no implica defender un mundo homogéneo y desarraigado. Al contrario. El mismo Elías de Tejada distingue con claridad entre el racismo y el «amor a lo propio».

Amar las propias tradiciones, la historia de uno, las costumbres de la tierra de sus padres, es virtuoso y natural. Es el principio de subsidiariedad y foralidad que defendemos: cada comunidad debe tener el derecho a vivir según su peculiar modo de ser, dentro de la unidad superior de la Hispanidad y la Cristiandad. El error del racista está en convertir ese amor legítimo en un odio hacia lo diferente y en basar ese amor en un mito biológico en lugar de en una realidad cultural e histórica.

El Fuero es la garantía contra ambos extremos: contra el racismo (porque el fuero no se aplica por sangre, sino por pertenencia a una comunidad histórica) y contra el cosmopolitismo disolvente (porque protege y ampara las particularidades de cada pueblo frente a un poder central uniformizador).

En conclusión, la postura carlista ante el racismo es nítida y se alza con firmeza sobre dos pilares: La Fe Católica, que proclama la unidad de todos los hombres como hijos de Dios y redimidos por Cristo, y manda amarlos a todos con caridad, comenzando por los más próximos; y la Tradición Española, que muestra en su historia un modelo de integración de pueblos bajo la fe católica, creando una civilización universalista y mestiza, la Hispanidad, que es nuestra verdadera «raza espiritual», nuestra comunidad de destino.

Frente a la barbarie racista y frente a su espejo deformante —el individualismo universalista que todo lo homogeniza—, el Carlismo opone la doctrina de la Caridad y el Amor a las patrias concretas, vertebradas en la monarquía federal, foral y tradicional. Como escribió Elías de Tejada, el verdadero antídoto no es otro «ismo» revolucionario, sino la restauración de la Cristiandad: «Sólo el retorno a los principios de la civilización cristiana podrá curar a los hombres contemporáneos de la peste racista.»

Josep de Losports, Círculo Tradicionalista de Barcelona Ramón Parés y Vilasau

 

Bourcier (grabador) y Edmond Morin (dibujante): «An Auction of Enslaved People in Richmond». 1861. Grabado (coloreado posteriormente). 25,5 × 36,8 cm. En Le Monde Illustré, 23 de marzo de 1861.

 

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