Hispanismo o Gaditanismo
La traición a España tiene su lugar y su hora: Cádiz, 1812.
«¿Hispanidad, para qué? No se trata de despreciar los fines más evidentes, por los cuales pienso que estas iniciativas merecen, al menos, un apoyo prudente: es evidente que la unión hispánica podría defender mejor ciertos intereses económicos y geopolíticos que la fragmentación actual. Pero la unión de los pueblos no puede quedarse en cálculos mercantiles. Formar una comunidad política exige un ideal que la justifique, y es precisamente aquí donde veo que el nuevo hispanismo —o gaditanismo, si se prefiere— se queda corto y suena más a quimera que a esperanza. Sin un ideal común, toda unión política es como un cuerpo sin alma: un zombi que no sabe a dónde va ni por qué está aquí».
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Hace ya algún año que me asombra —como a tantos otros— la repentina mediatización de un discurso hispanista que, más que un simple susurro académico, ha comenzado a sonar como un himno. Prueba de ello son los dos documentales de José Luis López-Linares: España, la primera globalización y Hispanoamérica, canto de vida y esperanza. Estos soberbios trabajos, cual heraldos modernos, no sólo rescatan la verdad extraviada, sino que la proclaman con la frescura de quien acaba de descubrir algo que siempre había estado allí. Además, dan testimonio de un movimiento mayor, que se alza como un coro inesperado en un teatro que creíamos ya sin músicos.
Este movimiento —aún borroso, disperso en mil voces— va mucho más allá de una mera conciencia de los pueblos hispánicos. Ha dejado atrás la defensa de la herencia común o la demolición de la leyenda negra; ha alcanzado un relato sólido y entusiasta. Sus exponentes, tanto en la Península como en América, proceden de latitudes e ideologías dispares. Sin embargo, concuerdan en un punto esencial: no somos las víctimas de nuestros antepasados, sino de un relato que nos enseña a despreciar nuestra propia raíz. Ahí radica, a mi juicio, su mayor logro: recordarnos que somos un pueblo mestizo, hijos de los indios y de los españoles, y que no hay en ello vergüenza alguna, sino orgullo legítimo. Hablo con propiedad: por parte de padre, me enlazo casi por entero con Cataluña; por parte de madre, y de la tierra que me dio la vida, pertenezco al Reino de la Plata. Nos han devuelto el orgullo de lo que somos: un pueblo que, por haber nacido de dos mundos, no está partido, sino multiplicado.
El nuevo movimiento capta certeramente el poder del relato y de las palabras sobre la mentalidad de los pueblos. Pues, al fin y al cabo, mucho más que la opresión económica y política a la que nos han sometido nuestros enemigos tras el desastre de la desintegración de nuestro Imperio, ha sido el relato humillante el que con mayor eficacia nos ha desarmado. Así, confundimos la humildad —virtud de los fuertes— con la pusilanimidad —vicio de los débiles— y hemos caído, casi sin darnos cuenta, en un victimismo crónico: siempre pobres en manos de unos y de otros, y siempre culpables de nuestra propia ruina.
Resulta difícil expresar hasta qué punto este relato ha envenenado la mente de los pueblos hispánicos. Porque si mi antepasado fue un monstruo, me convierto en un paria moral; pero si descubro que fue un hombre admirable —con defectos que a todos nos son comunes—, entonces mi autoestima se transforma. Y esa metamorfosis, por pequeña que parezca, tiene un efecto tan decisivo como inesperado: restituye la dignidad y, con ella, la fuerza de la voluntad. Pero allí donde renace la dignidad, brota de nuevo la voluntad.
Paradójicamente, hoy muchos despiertan a la verdad de que nuestros antepasados no fueron carceleros, sino albañiles de una civilización mestiza. Comprenden que no nos esclavizaron, sino que se abrieron camino en medio de innumerables dificultades con un ideal de justicia en el corazón. No nos subordinaron como simples colonias extractivas de un sistema mercantil ideado para el beneficio de una élite metropolitana, sino que fundaron hospitales donde latía la misericordia, universidades donde florecía el saber y ciudades que respiraban el pulso de la dignidad compartida.
Hasta hace muy poco, este discurso estaba confinado en ambientes más bien singulares, a los que uno sólo llegaba por azar —o, mejor dicho, por una providencial casualidad— y cuya repercusión era casi nula, sin apenas eco en la política o en la vida social. Sin embargo, hoy, con las nuevas formas de comunicación, este mensaje ha logrado filtrarse como un arroyo subterráneo que, inesperadamente, ha hecho brotar un verdor nuevo en la conciencia de la Hispanoesfera.
Por esto, este movimiento tiene todo mi reconocimiento, y lo que diré a continuación debe entenderse como una contribución constructiva y no como una crítica que ignore su valía.
—¿Cuál es el “pero”? —Evidentemente, hay un “pero”: el problema del relato incompleto y de caer en la misma victimización que se pretende criticar. Este relato, con toda su fuerza, no lo dice todo; omite una verdad fundamental: la desintegración del Imperio no fue la obra maestra de alguna potencia extranjera, ávida de despojos, sino el resultado de nuestra propia culpa. Es cierto que los ingleses codiciaron nuestras riquezas y tejieron sus intrigas, pero la pregunta esencial sigue en pie: ¿por qué nos vencieron?
Ahí está la raíz: una culpa que es sólo nuestra y que lleva un nombre que no debería pronunciarse a la ligera: Traición. No me refiero sólo a quienes sirvieron a intereses foráneos —que los hubo—, sino a algo más hondo y devastador: la renuncia a la propia identidad, la traición a la Verdad misma. Como el beso de Judas, la Traición de España tiene su hora y su lugar: Cádiz, 1812.
Sé que para muchos, Cádiz encarnó la promesa de una libertad renovada. No niego que en sus palabras se agitaba un fervor sincero y que hubo quienes creyeron ver en sus leyes la semilla de un futuro más justo. Pero no podemos olvidar que aquella promesa, en su momento, fue recibida con recelo y hasta con rechazo por muchos de los mismos pueblos que debía redimir. Y, a fin de cuentas, la libertad que proclamó no supo arraigar en la tierra mestiza que pretendía gobernar: fue una libertad demasiado abstracta y demasiado breve para un pueblo que necesitaba algo más que palabras.
El nuevo hispanismo, con todos sus méritos, no ha logrado aún un análisis a fondo de esta verdadera génesis de nuestra desintegración. Y así, en su empeño por integrar bajo un solo estandarte todo lo que huela a “hispano”, termina definiendo lo hispano con categorías que —paradójicamente— fueron las mismas que nos precipitaron a la ruina que ahora se pretende exorcizar.
España nació y creció como una empresa de cristiandad: la aventura común de un pueblo que, a lo largo de toda su historia hasta 1812, supo fundirse en un ideal que trascendía reinos, lenguas y costumbres. Ese es nuestro ser, y, francamente, estoy convencido de que no hay otro. Permítaseme ilustrarlo: cual más, cual menos, todo español digno de mención hasta 1812 comparte la misma mentalidad, ya sea santo, guerrero, literato, explorador, filósofo o gobernante. Ahí están San Ramón de Peñafort, San Vicente Ferrer, Santa Teresa y San Ignacio; el Gran Capitán, Pizarro y Cortés; Cervantes, Góngora, Lope de Vega y Quevedo; Vitoria, Cano y Suárez; Isabel y Fernando, Carlos I, Felipe II… ¿Acaso no tenían todos ellos, aunque fueran de profesiones tan distintas, un aire de familia? Era el aire de la cristiandad convertida en empresa común.
Esta línea de la Tradición hispánica —como todo proceso— tuvo sus tiempos de gestación, crecimiento y plenitud, y también sus momentos de retroceso o crisis, cuyos detalles no puedo detenerme a exponer aquí, pero que resultan evidentes a quienquiera que mire la historia con honestidad.
No creo que sea temerario resumir esta mentalidad en los cuatro lemas en los que la Cristiandad toma cuerpo en la Hispanidad: Dios, Patria, Fueros y Rey. Es la visión de la cristiandad concretada en el cuerpo político que forma la Corona Hispánica y que pervive hasta que entra en conflicto con otra línea, la de Cádiz o el espíritu de la Revolución, que le es esencialmente ajena. Este conflicto es la madre de todos los conflictos, a uno y otro lado del océano, en todas las Españas. Cádiz es el nacimiento del llamado conflicto de las dos Españas, esa polarización ideológica que, desde entonces, ha dejado una herida abierta en la península. Y, al mismo tiempo, es la causa de la desintegración de las Españas como hasta entonces se habían conocido. ¿Por qué habría de permanecer en España un pueblo lejano si España misma no quería permanecer fiel a lo que era?
Este es, a mi juicio, el veneno intelectual que dejó inerme a España frente a los movimientos secesionistas de antaño y que, desgraciadamente, sigue actuando con la misma eficacia ante el secesionismo presente. Si este conflicto no se resuelve, nada se resolverá en verdad. Por eso, aunque celebro con gratitud la vitalidad de este nuevo movimiento, confieso que no puedo compartir la tentación de ver en los traumáticos hechos de 1812 un progreso que redime. Más bien, fueron la fractura de un cuerpo político que ya no quiso sostener el alma que lo había hecho grande.
Entonces surge la pregunta que, a mi modo de ver, sólo se pasa por alto por un nocivo descuido: ¿Hispanidad, para qué? No se trata de despreciar los fines más evidentes, por los cuales pienso que estas iniciativas merecen, al menos, un apoyo prudente: es evidente que la unión hispánica podría defender mejor ciertos intereses económicos y geopolíticos que la fragmentación actual. Pero la unión de los pueblos no puede quedarse en cálculos mercantiles. Formar una comunidad política exige un ideal que la justifique, y es precisamente aquí donde veo que el nuevo hispanismo —o gaditanismo, si se prefiere— se queda corto y suena más a quimera que a esperanza. Sin un ideal común, toda unión política es como un cuerpo sin alma: un zombi que no sabe a dónde va ni por qué está aquí.
Este nuevo hispanismo, en su empeño por ser transversal, parece a veces un mosaico sin cohesión o, peor aún, una jaula de grillos donde cada cual canta su propia nota y nadie logra un canto común. Apenas se aborda lo esencial, sus propósitos se desvanecen: ¿por qué habría de sumarse alguien a un proyecto hispano sólo para perpetuar el mismo sistema demagógico y liberal que hoy encarnan figuras como Pedro Sánchez o la actual “Casa Real”? ¿En qué mejoraría la situación si no se revisa el fondo del sistema?
Y, en el fondo, ¿por qué mereció la pena que España fuera un Imperio y, en cambio, es una pena que hoy lo sean los Estados Unidos o mañana China? ¿Sólo porque somos españoles y ellos no? Si a fin de cuentas se reduce a eso, el hispanismo de algunos se me representa como el órdago de un espíritu supremamente infantil.
La grandeza del Imperio español no residía en la nacionalidad de sus integrantes ni su esplendor se apoyaba en la uniformidad de sus pueblos. Se fundaba, más bien, en una Verdad que los abrazaba y los trascendía: la Religión Católica. La Hispanidad fue edificada sobre los cimientos que puso la Iglesia, y es una quimera pretender reconstruirla sobre otros fundamentos. Si partimos del hecho de que la Hispanidad fue envenenada por la Traición del liberalismo —proclamada oficialmente en Cádiz, en 1812— y que esta traición, más que las independencias, fue la verdadera causa de la destrucción del Imperio, resulta aún más trágico —y, en cierto modo, grotesco— pretender revivir la Hispanidad sobre aquello mismo que la dejó moribunda.
Es oportuno recordar que nuestros antepasados no hicieron cuanto hicieron —con toda su épica y grandeza— sólo por el hecho de ser españoles. Algunos querrán suponer, casi con aires míticos, que la españolidad en sí misma encerraba las condiciones para la hazaña. Pero la verdad es otra: todo lo grande y épico que hicieron los españoles lo hicieron a causa de lo que la fe infundía en su mentalidad, en su espíritu y en sus ideales. Fue esa fe la que sostuvo el mestizaje y la integración política; la que impulsó la justicia social en el comercio; la que despertó la preocupación por la salud y la enseñanza de todos. Sin esa fe, la Hispanidad no habría pasado de un nombre vacío.
Muy distinta, en efecto, es la influencia de una mentalidad protestante o islámica sobre sus proyecciones políticas. Y muy distinta es también la mentalidad revolucionaria —la de la Revolución francesa— y las formas políticas que de ella brotan. No cabe duda de que hay imperios e imperios, y no todo es bueno ni todo vale lo mismo.
Hoy los Estados Unidos gobiernan el mundo para sus propios intereses. El problema no es sólo que estemos subyugados a esos intereses, sino, sobre todo, la altiva mezquindad que los anima. El dominio de los Estados Unidos ha demostrado su desprecio por la justicia social, la vida del no nacido o los derechos de la Verdad. Y eso no es un simple accidente político, sino la manifestación de una mentalidad, de una especie de credo agnóstico que, venga de donde venga, debe ser rechazada de raíz. ¿Por qué, entonces, se habría de querer que la Hispanidad soñara con repetir esa misma historia?
El Imperio español existió para servir a una Verdad religiosa que lo trascendía. Por eso generó una tendencia hacia la justicia social, hacia el reconocimiento de la dignidad de todos y hacia el florecimiento enriquecedor de las más altas manifestaciones del humanismo. Todo ello, sin duda alguna, fue el fruto directo de la fidelidad a la Verdad católica. Y esa Verdad católica era, en última instancia, la razón de su fuerza y de su legado.
Por último, quiero insistir con absoluta claridad en algo que para mí no es fruto de un empeño personal, sino de la simple lógica de las cosas: en la situación actual, el hispanismo se halla ante una disyuntiva que no se puede ignorar. O Tradición Hispánica, o Revolución Gaditana. No niego que sea posible sumar fuerzas, e incluso celebro que exista la voluntad de hacerlo. Pero me temo que esas fuerzas, sin un verdadero ideal que las oriente y las eleve, acabarán sumándose en el vacío: estériles y frustradas, como agua que se pierde por las rendijas. Y, mientras tanto, estaremos condenados a luchar entre nosotros mismos hasta que sólo quede uno. Lo mejor sería que ese uno fuera la Verdad.
Algunos nos reprochan a los tradicionalistas que unamos la defensa de la hispanidad a la defensa de la unidad católica, como si este empeño fuera un lastre o una obsesión. Pero, en verdad, no es un capricho nuestro: es la raíz misma de lo que queremos honrar y proteger. Si la Hispanidad existió alguna vez como algo más que un nombre, fue porque supo fundar su unidad en la Verdad católica que la hizo posible. Pretender hoy separarlas es, a mi juicio, condenar la empresa a la esterilidad.
Por mi parte, inspirado en la virtud cristiana de la Esperanza, tengo la convicción de que la Historia, más allá de las dificultades que acompañan a cada momento, acabará por dar la victoria al bien sobre el mal y la verdad, como la luz que no puede ser extinguida, terminará por imponerse sobre los errores y las mentiras. Permítanme subrayar que no escojo la Tradición Hispánica sólo porque fuera la de mis antepasados —algo que, por otra parte, no siempre resulta fácil de asegurar—, sino porque creo firmemente que está asentada sobre la Verdad. Y porque está asentada sobre la Verdad, tiene más fuerza. Por eso, en ella reside el auténtico poder para reunir de nuevo a todos los hispanos. Porque la Verdad —esa cosa aparentemente frágil y ridícula para los poderosos y los creadores de opinión— es, al final, lo único que puede sostener el mundo.
Lo Sentenciós, Círcol Tradicionalista de Barcelona Ramon Parés y Vilasau
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