dimecres, 6 de març del 2024

6 de marzo, festividad de San Olegario, protector de Barcelona

 6 de marzo, festividad de San Olegario, protector de Barcelona


Amable recordatorio de la visita guiada de hoy a su cuerpo incorrupto, organizada por el Círculo carlista de Barcelona. 

Y presentación, a continuación, de una completa semblanza del Santo.




El 6 de marzo es la festividad de San Olegario (Barcelona, 1060-1135), protector de Barcelona, cuyo cuerpo incorrupto se conserva en la Catedral de la ciudad condal.

Y hoy es el único del año en el que se abre al público el camarín donde se exhibe, incorrupto, tras una urna de cristal.

Como ya se anunció, el Círculo carlista de Barcelona organiza una visita guiada hoy, 6 de marzo, a las 6 de la tarde, Dios mediante.

Y, cuando se realizó tal anuncio, ya se apuntaron varios hechos claves de su biografía.

Presentamos a continuación una semblanza más completa de San Olegario, escrita por D. José Vives Gatell, para ayudarnos a conocer mejor a nuestro protector y pedir su intercesión.

San Olegario, rogad por nosotros.



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Semblanza de San Olegario, protector de Barcelona

 



Nació nuestro santo en la ciudad condal el año 1060, seguramente en el palacio de la corte de Ramón Berenguer I, puesto que era secretario de este príncipe su padre, llamado también Olegario. Como su esposa Guilia, debió éste distinguirse por su piedad, ya que cuando el niño sólo tenía diez años lo ofrecieron ambos cónyuges a la canónica de Santa Cruz y Santa Eulalia establecida en la catedral. Lo recibirían los canónigos con sumo agrado, dado el rango social de sus padres.


Escolar, clérigo y monje

Según su biógrafo, el famoso maestro Renallo contemporáneo suyo, al que seguimos en este esbozo biográfico, se señaló pronto en la escuela capitular por su aplicación al estudio de las artes liberales y particularmente de la filosofía cristiana, huyendo siempre como de la peste de placeres pecaminosos a que era tan propensa la juventud.

En 1087 firma un documento como «clérigo escritor» o notario, y dos años después lo hace como diácono. En 1093 ya era presbítero y prepósito de la canónica. Pronto, deseoso de mayor perfección, se. retiró a la canónica regular agustiniana instituida de poco por el obispo barcinonense en San Adrián del Besós. Lo recibieron con gran satisfacción los monjes, quienes, edificados por su piedad y bellas prendas, lo nombraron asimismo si propósito, contrariando así sus ansias de vivir escondido y sin los cuidados inherentes a una prelatura. Por esto, pocos años después, en 1110, anheloso de mayor recogimiento, se refugió en el lejano monasterio de San Rufo, en la Provenza, también agustiniano, donde esperaba poder pasar desapercibido. Pero se vio bien claro que la divina Providencia no lo quería simple monje de coro y dedicado a la oración. Canto más él buscaba el retiro, tanto más la Iglesia y aun el Estado le exigían una actuación apostólica y social más amplia e intensa, incompatible con sus íntimas aspiraciones de soledad y silencio. También allí, en San Rufo, fue enseguida elegido superior o abad, ya que indudablemente los monjes eran conocedores por la fama de sus dotes de prudencia y sabiduría que con frecuencia había aprovechado en Barcelona el conde de nuestra ciudad para componer pleitos y disputas en cuestiones de compras y censos, según nos atestiguan numerosos documentos. Lo mismo le sucedió al busca asilo en la Provenza. Sabemos que en 1114, en unión de varios obispos, hubo de fallar como árbitro un litigio entre los monasterios de Arnés y Cuixá en la vertiente norte de los Pirineos catalanes.


El año siguiente hubo de acompañar desde la Provenza a Barcelona a la condesa Dulce, que con su séquito se dirigía a la ciudad Condal para recibir a su esposo, el conde de Barcelona, que represan triunfante y victorioso de la expedición a Mallorca contra los sarracenos, expedición iniciada por la república de Pisa, a la que el Papa había otorgado los privilegios de una cruzada.

 




Obispo de Barcelona

En la expedición, pereció el obispo de Barcelona Ramón Guillem, uno de los más entusiastas promotores de la cruda. Debía, pues, procederse a la elección de un sucesor. Fue providencia que Olegario, el prior de San Rufo, se encontrara en Barcelona cuando la comunidad cristiana con el cabildo reunida en la iglesia de Santa Cruz deliberaba sobre la designación del nuevo prelado. Hubo división de pareceres que ya parecían inconciliables, cuando se lanzó el nombre de Olegario, recibido con aclamación universal y con gran satisfacción de la corte donde él accidentalmente residía como acompañante de la condesa Dulce. Enterado el santo prior de su elección para tan alta prelatura, quiso resistir y rehusarla. Durante la noche, a escondidas, huyó del palacio con sus monjes para refugiarse en su monasterio. Al día siguiente, hubo verdadera desolación en la ciudad al divulgarse la fuga. Pero el conde don Ramón Berenguer III no estaba dispuesto a dejarse perder para la sede Barcelona al que le parecía un enviado de Dios. Sin pérdida de tiempo, emprendió un viaje a Roma para obtener la intervención del Sumo Pontífice, al que desde Pisa envió una embajada. Pascual II, enterado del asunto, accedió gustoso a expedir una bula a Olegario en la que mandaba que en virtud de santa obediencia aceptara la designación hecha canónicamente. El cardenal Bosón llevó personalmente la bula al abad de San Rulfo, que se inclinó reverente, como hijo sumiso, ante la voluntad papal y fue enseguida consagrado obispo por el propio purpurado en la catedral de Magalona.

Con grandes manifestaciones de gozo y alegría, recibía poco después el pueblo todo de Barcelona al nuevo pastor. Se organizó una procesión para darle la bienvenida. Olegario, bien convencido ya de cuál era la misión que Dios le confiaba, con mano firme tomó el timón del gobierno de su Iglesia. Su primera tarea hubo de ser la de dirimir numerosos y envenenados pleitos y reparar injusticias que se originaban frecuentemente por el complicado régimen de propiedad de su tiempo, debido a la multiplicidad de los derechos señoriales sobre ella.

Todos, particulares y comunidades, monasterios e iglesias enredados en inacabables diputas, aceptaban sumisos las decisiones o consejos del prelado, aureolado ya con la fama de ciencia y santidad. Por otra parte, con su oratoria majestuosa y llena de unción, atraía a las muchedumbres que acudían al templo para poder escucharle. Uno  sus oyentes nos lo pinta sí: «hombre de cuerpo mediano, flaco, pero de elocuente facundia y grande por su erudición y religión». «Con palabras celestiales —dice Renallo— instruía a su clero y pueblo: les mostraba el camino de la verdadera patria, enseñando que este mundo no es la verdadera patria, sino el destierro». De tal altura y eficiencia apostólica debía ser esta oratoria, que en todas las ciudades a que debió acudir para reuniones conciliares o visitas, fue solicitado para predicar.


Viaje a Roma y arzobispo de Tarragona

Puesta ya en orden la diócesis, se dirige a Roma para la visita ad limina. Acababa de ser elegido Papa Gelasio II, que lo recibe con especiales muestras de gozo. Toda la ciudad acudió y se deleitó en oír los sermones de tan santo varón, llenos de dulzura y elocuencias. Su gran santidad atraía a sabios e ignorantes, a los que hablaba principalmente de la vanidad de las cosas mundanas, del desprecio de las terrenas, engañosas y transitorias, y del amor sumo a las celestiales. El pontífice, que le escuchó más de una vez, admirado de su facundia utraterrena, lo nombró arzobispo de Tarragona y lo decoró con el palio. Seguramente, habría ya recibido Gelasio II la sugerencia del conde de Barcelona sobre este particular.

Desde la invasión de los árabes en el siglo VIII, la ciudad de Tarragona estaba en ruinas y la dignidad metropolitana había pasado a Narbona y a Vich. Con Olegario, volvía la sede primitiva. Todos los obispos de la provincia le rindieron acatamiento a su regreso de la ciudad eterna.

Él se aplicó con todo ahínco a la restauración de la mísera metrópoli, de sus iglesias y beneficios eclesiásticos y, como eran tantas las necesidades, instituyó en una reunión de los obispos sufragáneos una


cofradía en la que cada cofrade debía dar una limosna anual a la sede tarraconense y a sus legados. Obispos, canónigos, clérigos y laicos se alistaron en gran número a ella. Por otra parte, para mayor eficacia, se nombró príncipe de la ciudad de Tarragona al caballero Roberto Aguiló, que se había distinguido en la cruzada contra los sarracenos.

Como la fama de varón docto y gobernante santo de Olegario se había propagado tanto, frecuentemente era solicitado para asistir a los concilios provinciales y generales. En 1118, de paso para Roma, asistía al provincial de Narbona; en 1119, era convocado por el Papa Calixto II para acompañarle en el de Tolosa; y el año siguiente al de Reims, en donde hubo de predicar varios sermones; en 1123, estaba presente  en el de Clermont, encontrándose allí con San Bernardo que le manifestó su alto aprecio; y por fin, a otro en Roma o de Letrán (de 1123) cuando el Papa lo creó legado pontificio en España para la cruzada.

Recia debía ser su salud, cuando a los sesenta y cinco años, en 1125, se atrevía a emprender un viaje a Oriente para venerar los santos lugares. También allí había llegado la fama de su santidad. El obispo de Trípoli y el patriarca de Antioquía le dieron muestras de particular afecto y admiración.

Todas estas actividades, que podríamos llamar internacionales, no eran en menoscabo de la cura pastoral de su diócesis de Barcelona que él seguía rigiendo, aun después de haber sido nombrado Arzobispo de Tarragona.

Continua intervención en el apaciguamiento de disensiones entre clérigos, monjes y laicos; arbitraje de pleitos, recuperación de derechos usurpados a la Iglesia, consagración de templos nuevos o reconstruidos después de la ráfaga destructora sarracena; redención de cautivos. La documentación que se conserva sobre esta actividad es importante. Además, estímulo de la práctica de la caridad a los pobre; fomento de las vocaciones eclesiásticas y de la devoción a l patrona de la ciudad, Santa Eulalia, y, sobre todo, predicación apostólica incansable ante el pueblo y ante la corte, en la ciudad y en el campo.





Santa muerte y sepultura

Así, cargado de méritos para la eternidad, llega a los setenta y cinco años de edad, en 1135, e que siente y prevé próximo su fin. Si santa fue toda su vida, santísima había de ser la preparación de su muerte. En noviembre de aquel año, reunidos gran número de eclesiásticos para el sínodo de noviembre, les dirigió tres fervorosos sermones. En el último «predijo en voz débil y suspiros que no volvería a celebrar sínodo con ellos y prorrumpiendo en lágrimas encomendó al Señor a los que confiara a su solicitud. La voz del padre conmovió a todos los presentes anegándolos en copioso y sentido llanto y después de anunciarles que se acercaba el día de su muerte, recomendóse a Dios y a sus oraciones y les dio una bendición especial».

Acompañáronle todos a su palacio en donde se recogió atacado de grave enfermedad, que se prolongó para probar más su virtud. Estaba en cama y ya apagándosele la vida al celebrarse el próximo sínodo la primera semana de cuaresma delato siguiente, sínodo a cuyas sesiones ya no pudo estar presente. El último día, después de la oración laudatoria de las virtudes del paciente, los sino dales todos, abades, priores, canónigos y clero, visitaban después de vísperas al amantísimo prelado que había entrado ya en la agonía. A presencia de todos, entre oraciones, letanías y salmos, entregaba Olegario su alma al Señor, llorando el clero a su pontífice; el pueblo, a su pastor; los huérfanos, podes y viudas, a su padre.

Revestido con los hábitos pontificales, según costumbre, su cuerpo puesto en el féretro es llevado en procesión al coro de la iglesia e donde toda la noche se celebraron exequias, y a la mañana siguiente después de la celebración de misas, es honoríficamente enterrado en una capilla del claustro.

Muy pronto empezaron los prodigios entorno a su sepulcro y por esto es llamado explícitamente santo en documentos poco posteriores a su fallecimiento.

Por esto, su sepultura fue trasladada a una capilla del interior de la catedral y, aún más tarde, en 1701, a la magnífica capilla del Santísimo, que había sido Aula capitular hasta el 1676. Allí yace su cuerpo incorrupto en un monumental sepulcro de alabastro, donativo del obispo Alonso Coloma.

 

José Vives Gatell

 


 




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