Las misiones catalanas, peripecias de una profesora de religión (VII): ¡Que no nos roben la Navidad!
Todas las canciones de Navidad del Instituto, en inglés: Mariah Carey, Georges Michael y John Lennon, que no falten. Y el organizador dijo: «Quería incluir alguna en catalán, pero claro, es que todas hablan del Niño Jesús»
Aviso al lector, las dos primeras frases de esta entrega, tiene dos rombos. Para los antiguos como yo, no se necesita explicación extra. Para los jóvenes, sepáis que hay un elemento de soez ordinariez y vulgar marranada sólo empezar. Disculpad, ésta es la realidad que manejo en mi día a día en los institutos. Vamos a ello.
Ante la imagen de la figura del rey negro practicando —lo siento por lo que voy a decir— una felación a la figura del pastor, hay dos posibles respuestas: una, «son adolescentes, ¿qué le vamos a hacer? Van como una moto. Todos hemos sido jóvenes…» La otra, que es la opción que tomé: «la clase termina aquí. Lo que acaba de pasar es grave». Fue más que una inocente o simple gamberrada. Hay líneas que no deben traspasarse. Ni cruzamos los que nos educamos bajo los dos rombos. Gamberros fuimos un rato, pero ciertas fronteras fueron respetadas. Faltaría más.
Las respuestas de los alumnos suelen ser: «¿pero, qué he hecho?» El cansino y diabólico mantra de quien no tiene claro lo que está bien y lo que está mal. Como era de esperar, este mantra fue la atónita —léase la ironía— queja de mi alumno, con cara de perpleja inocencia. Siempre respondo lo mismo: «No sé si me parece más grave lo que has hecho o que me preguntes qué has hecho». ¿Inocente hasta que se demuestre lo contrario? Para nada: mis ojos vieron todo el proceso, las risas y el cachondeo. Veredicto: culpable. Culpable y víctima juntos, cabe decir. Víctimas del sistema laicizante, desacralizado, adocenado, sin Dios, sin razón, sin raíz, sin sentido del bien y del mal. Cuando el hombre se convierte en masa, no tiene más guía que el luciferino enemigo. Borreguismo sin Dios. La deshumanización salvaje bajo la apariencia de poner al hombre en el centro del universo. La dictadura del relativismo operando con su fachada de progreso y bondad. Un cascarón vacío. Apariencias sin contenido. Decorados del escatológico teatro que se vive en los institutos a todo volumen. Sin ley ni orden. ¡Todo vale! Mis deseos, mis derechos, mis privilegios. El caramelo envenenado que está estropeando a estos adolescentes. El dulzor, tarde o temprano, se vuelve amargo. Indigesto, insostenible incluso para el más progre.
Por cierto, te ubico; he aterrizado en esta pantalla en blanco sin contextualizar. Ésta fue mi última clase de religión antes del puente de la Inmaculada. Hace cuatro días, vamos. Con un grupo de segundo de la ESO complicado, por decirlo suavemente.
Durante el tiempo de Adviento explico todo lo que puedo —y me dejan— sobre la Navidad: la Virgen, San José, Jesús, los pastores, Herodes, los Reyes Magos, los inocentes, el ángel. Lo hago con las figuras del Belén; creamos escenas, diálogos. La única teología y religión viable de los postmodernos chavales. Ellos participan, como si fueran unos improvisados «Pastorets». La clase se hace más amena, pedagógica y el mensaje llega. Pero con estos de segundo de la ESO, la cosa no fue bien. Apenas va ningún día. De manera que así terminé la clase. Sin más. Fin.
Hay que decir que, previamente, leímos juntos el fragmento del Evangelio en el que Jesús nos dice que, allí donde no se nos reciba o quiera escuchar, nos demos la vuelta y sacudamos el polvo de las sandalias. «¿Habéis entendido? Si no queréis escuchar, me callaré, sacudiré el polvo de mis sandalias y tan a gusto». De momento, considero que éste es el mejor Evangelio que pueden experimentar. Permitir la denigración y la indignidad de mi persona por cuatro adolescentes maleducados no es un ejemplo muy cristiano.
Y me pregunto entre triste y frustrada: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? No solo a la escena marrana y sacrílega: ¿cómo hemos llegado al punto de tener un callo tan grueso que nada nos escandaliza? Voy a hilvanar algún cabo suelto a ver si logro llegar a algún tipo de conclusión. La madeja está tan enredada que apenas se vislumbra el hilo del cual tirar. Escribo ni que sea para obtener un breve consuelo. Aunque no quisiera que estas letras fueran un desahogo estéril.
Para empezar, en el Instituto —y creo que en muchos en Catalunya— en el calendario no figuran las vacaciones de Navidad ni Semana Santa. Somos tolerantes y modernos, y aquí se hacen vacaciones de invierno y primavera. ¡Di que sí! Uno podría pensar y decir: «No seas quisquillosa, ¿qué más da?»; otros podrían ir más lejos: «Bueno, me parece una buena fórmula; así no se ofende a quien practica otra religión o no cree en Dios». Por cierto, el otro día un alumno musulmán me dijo que la Navidad es haram. Vaya por Dios. Mira tú qué cosas. El nivel de claudicación y cobardía cristiana seguro que ruboriza en tiempo presente a los valientes mártires de todos los tiempos. Menudo bochorno.
El tiempo es cosa de Dios, su creador; de manera que el calendario tiene sus fiestas religiosas. Tenía, porque ahora van desapareciendo poco a poco. El hombre se está apropiando de todo. También del tiempo de Dios y sus fiestas sagradas. El nuevo soberano: el hombre. Entronizado en su cátedra de oro chapado. Es el que legisla, ejecuta y juzga. Bien, se cree que lo hace, porque es movido por unos dedos invisibles. Un simple títere, sin más poder que el que el Enemigo le confiere. Pero no lo sabe. La ignorancia y la soberbia suelen darse la mano.
La Navidad, pues, en los Institutos se ha desacralizado. Como todo. Menos el alumno, sagrado, intocable, hacedor de su proceso de nulo aprendizaje.
Recuerdo que el año pasado acudí a una convocatoria para que los profesores ensayaran canciones navideñas. Como toco flauta, pensé que sería divertido. El maestro de ceremonia, con su guitarra, dirigía el cotarro. Todas las canciones en inglés: Mariah Carey, Georges Michael y John Lennon, que no falten. En un momento dado dijo: «Quería incluir alguna en catalán, pero claro, es que todas hablan del Niño Jesús». Mientras lo escribo me parto de la risa. El sentido del humor, como mecanismo de defensa, me resulta lastimosamente útil en situaciones así.
Levanté el brazo, como alumna obediente: «Perdona, hasta donde yo sé, la Navidad celebra precisamente el nacimiento del Niño Jesús. Por eso lo encontramos en los villancicos». La obviedad fue tan aplastante que uno de los profesores autodenominado ateo me dio la razón. En fin, no soy una persona que guste de tener la razón; los que me conocen lo saben. Soy más bien del «team verdad», usando la jerga de mis alumnos.
¡Ah! que no se me olvide. Hace un par de años, el último día lectivo antes de las vacaciones de Navidad —que no de invierno— los chavales tuvieron una jornada festiva especial. Adivina: no había ninguna actividad navideña, menuda «antigualla». En esta ocasión se superaron con las Saturnales, como si estuviéramos en el Imperio romano precristiano. Saturno por aquí, Saturno por allí, tablillas con inscripciones paganas y demás. En fin, pilarín… Los paganos del siglo IV entendieron quién era el verdadero Logos —sangre, sudor y lágrimas mediante— para que en pleno siglo XXI volvamos a las Saturnales.
Sigo tejiendo los cabos enredados para que emerja algo coherente y con sentido. Hablando de las Saturnales y de la mano de alguien a quien admiro, Chesterton, cabe remarcar, recordar y recalcar lo que hizo el cristianismo temprano: «El cristianismo purificó el paganismo: quitó los demonios, pero conservó la alegría (o el encanto, o la magia)». Si volvemos de nuevo al paganismo sin entender que ya no es más que una reliquia del pasado, una antigualla real, nos vamos a hacer un lío descomunal. En ello estamos, de hecho.
Los primeros cristianos ordenaron esa alegría, el sentido del misterio y la adoración. Lo dirigieron hacia arriba, a Dios. Siguiendo a Chesterton de nuevo: con los pies en la tierra como los paganos, pero la cabeza en el cielo como los cristianos. Esas semillas de verdad —los sperma lógos— esparcidas por aquí y por allá, fueron reconocidas, honradas y alineadas a Dios. Único y verdadero.
¡Pongamos al alumno en el centro!
Y me pregunto: ¿qué semillas de verdad podemos ordenar ahora? ¿Cuál es la adoración? ¿A qué? A uno mismo. ¡Pongamos al alumno en el centro de su proceso de aprendizaje! El resultado es nefasto. No sólo para mi ya perjudicado sistema nervioso, sino para la dignidad de estos alumnos. ¿Cuál va a ser la verdad de la que echar mano? La del caos, la del pecado, el mal. Y para eso no es necesaria prueba alguna. El patrón del mal operando a cara descubierta sin que nadie lo reconozca. La normalización de lo feo, falso, vacío. El infierno terrenal. Pocas pruebas necesita, el mal, se demuestra solo. Y pocos nos damos cuenta. Luchando heroicamente contra los que nos llaman pesimistas o profetas de calamidades. Católicos sonrientes y abrazadores emocionados nos señalan, «hay que ser optimistas, el pesimismo viene del enemigo». En fin…
Estoy viendo que hasta que no se toque fondo no habrá manera de volver a Dios: al orden, la razón y el sentido común. Hace unos minutos, una maestra de mates me decía: «Si al final no importa si crees en Dios o no, pero antes, incluso el más ateo sabía que ciertas cosas no estaban bien y merecían arrepentimiento y reparación. Ahora todo vale, y así nos va». Tocar con la punta de los dedos del pie el fondo permite hacer ciertas reflexiones. Atinadas. Mientras, la bandeja de entrada del correo arde con mails anunciando la enésima expulsión.
Desacralizando la realidad a través de detalles como los que he narrado, se está corriendo una peligrosa carrera cada vez más veloz. Si ya nada es sagrado, nosotros tampoco. ¿Dónde queda la dignidad? El hombre ya no tiene una misión trascendente, ordenada a Dios, sino inmanente, desordenada, en un carpe diem muy mal entendido. Un hedonismo que ha anestesiado a estos adolescentes, adormecido en su sensibilidad e intelecto. Vulnerables, manipulables, legisladores de su propio bien y mal. En una huida hacia adelante en pos del placer y su santo ombligo.
No hablar del niño Jesús en Navidad es demente, un disparate. Y no lo digo en plan «mira esta ultracatólica quejándose de estas tonterías. Déjanos ser libres. Son mis derechos. Yo decido, hago lo que quiero». Por cierto, algún día alguien debería explicarme qué quiere decir eso de «ultracatólico». No hablar de Jesús, María, José, el buey, la mula o los reyes en Navidad trae sus consecuencias. Amargas y amargantes.
En fin, desde que Eva mordió el atractivo fruto que le prometió ser como Dios, vamos como pollos sin cabeza: dando círculos sobre nosotros mismos. Sin dirección. Sin rumbo. Sin dignidad. Sin cabeza, “sinrazón”. Pero Dios, tozudo, decide nacer cada año para poner orden y ponernos esa cabeza que nos permite recalcular la ruta, como un GPS. Trazar el itinerario con una dirección clara, en la noche más cerrada. Un destello de luz que rompe las tinieblas.
Dios ha nacido de una Virgen. ¡Menudo escándalo! Solo quien es capaz de agacharse para besar la tierna y divina mejilla del Niño puede recuperar la razón. Agacharse, arrodillarse, hacerse pequeño, humilde. Como los pastores. Como ellos. Mientras los estómagos agradecidos de los sabios y entendidos dormían plácidamente en sus mullidas camas.
El alma es sagrada, tanto como el cuerpo. No son azarosas, no caminan en círculos, sino que se encaminan decididas, siguiendo las huellas de los pastores de Belén. Al portal. A nosotros nos toca decidir qué huellas seguir. Esta es la verdadera libertad.
Quiero dejarte con buen sabor de boca: una alumna nueva de tercero quedó maravillada del relato de la Virgen y la Navidad. Su mirada recuperó el brillo de una verdad dormida que esperaba ser despertada. «Nadie me había contado todo esto...», me decía con ternura. Quizá el ángel también le ha susurrado y su corazón ha abierto la puerta a la Sagrada Familia y al Divino Hijo. Sólo Dios sabe…
Gloria in altissimis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis!
Eulàlia Casas, Círculo Tradicionalista de Barcelona Ramón Parés y Vilasau
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