dilluns, 31 de desembre del 2018

Sobre la militància política en els temps d'avuy


Publicam a continuació un interessant y oportú escrit del Cap de la Secretaria Política de S.A.R. En Sixte Enrich de Borbó a propòsit de com ha de ser la militància política catòlica. Oportú, diem, perquè en lo desolat estat del nostro Principat de Catalunya se fa més necessari que may lo retorn a las lleis tradicionals, los nostros furs y usatges, que nos prengueren definitivament los revolucionaris y lliberals que sens interrupció han governat la nostra Espanya des de 1833, y només rectament defensats pel Carlisme. Si es vol posar fi a l'ingent caos polítich y social que patim, caldrà aplanir lo camí a lo rey llegítim, lo príncep En Sixte Enrich de Borbó, y evitar la dispresió insana y estèril que suposa recolzar institucions y associacions equivocades, sia en sos principis, sia en sa actuació, v.g. la falsa, inútil y pérfida C.T.C., la heterogènia associació de Somatemps (formada en part, mes no enterament, per lliberals conservadors) o Societat Civil Catalana, y tota institució que no pertanyi o lluiti per la vertadera causa de lo vertader rey llegítim.



José Miguel Gambra: «Militancia y deberes de caridad política»
Comentario a las «Consideraciones» de Álvaro Tarfe

Hay una radical incompatibilidad entre los principios de la sociedad tradicional y de la sociedad moderna en que se desarrolla nuestra existencia. La primera, producto de la natural tendencia a vivir en comunidad que caracteriza al hombre, da por sentado que esa inclinación ha de encaminarse al bien común y, en última instancia a una perfección acorde con su naturaleza y su vocación sobrenatural. La segunda, por el contrario, define al ser humano como si estuviera originariamente dotado de una libertad absoluta, que le hace dueño de sí mismo y, de suyo, no le obliga a formar parte de una sociedad, ni, caso de pactar su constitución, existe principio alguno al que deban atenerse las cláusulas del contrato. De ahí ha resultado una sociedad deshumanizada que somete al ciudadano a poderes inmensos que, lejos de perfeccionarle, le esclavizan exterior e interiormente hasta límites nunca conocidos. Poderes inevitablemente asumidos por castas, mafias u oligarquías de hombres sin escrúpulos que, so capa de redención, no han hecho más que enseñorearse sobre sus semejantes, haciéndoles creer en utopías que ellos no creen y haciéndoles querer lo que ellos sí quieren.

Y eso, desde la época en que unos pocos hombres cimentaron sus bases teóricas ha crecido hasta alcanzar, con la globalización, una dimensión completamente universal. En principio la política moderna se escindió en dos concepciones enfrentadas, aunque hija una de la otra: el liberalismo y el totalitarismo. Pero, a la larga, ambas han venido a entenderse en estos tiempos y a contribuir, cada una a su manera, al llamado nuevo orden mundial. Orden que visto desde el pensamiento tradicional no es sino desorden, aunque internamente constituye un todo lógicamente trabado que responde, en la totalidad de sus manifestaciones, al único principio liberal. En su seno hay o se escenifican enfrentamientos en lo que Juan Manuel de Prada llama la “demogresca”, pero sus muchas secuelas políticas (legislación antifamiliar, ferocidad capitalista, separatismo, agobiante estatismo, etc.) responden todas ellas al mismo principio.

Quienes, quebrantados, irritados, hartos de todas esas secuelas quieren restaurar el orden político cristiano no les queda otra sino cerrar filas dentro de la Comunión Tradicionalista. Su larguísima trayectoria demuestra que sólo ella ha tenido siempre una conciencia clara de la unidad del enemigo al que se enfrenta nuestra patria y todo el occidente otrora cristiano. Y su ideario, basado en milenaria tradición del pensamiento clásico y de las enseñanzas sociales de la Iglesia Católica, es el único radicalmente opuesto a ese enemigo, sin concesión alguna a sus principios. El compromiso con la Comunión Tradicionalista, deber de piedad patriótica en estas horas aciagas, exige de nosotros, primero, una transformación psicológica para eliminar de nuestra mente las mil trabas que, introducidas por el enemigo, nos paralizan interiormente. Y, luego, es obligado eliminar una serie de actitudes que obstaculizan, más seriamente de lo que se piensa. la acción de la Comunión. Lo primero puede lograrse gracias a tres consejos evidentes que he tomado de Bernard Dumont (« Retour politique des catholiques? », Catholica, nº130, Hiver 2016, pp. 4-11). Lo segundo gracias a los diez mandamientos negativos que presenta el escrito de Álvaro Tarfe. Ambas cosas no están separadas una de la otra, sino que, como trataré de mostrar, de los tres consejos para nuestro interior se siguen los mandamientos sobre la acción exterior del decálogo Tarfe.

Primer consejo: La primera y más evidente recomendación consiste en mantener la coherencia. El enemigo es uno, pero sus manifestaciones muchas y con frecuencia parecen contradictorias entre sí. Nada le viene mejor al enemigo que tenernos corriendo de un lado a otro como les ocurre a quienes cada día fijan su mirada en un enemigo diferente y, a tenor de las últimas noticias, se apresuran a obrar, como si en él se hallara la fuente de todos los males. La coherencia, enemiga de juicios fragmentarios que no dejan ver el problema de fondo, impide que agotemos nuestras fuerzas en soluciones parciales a tenor del enfados momentáneos. De ahí tres mandamientos:

I.– Evitar el activismo inmoderado, agotador e inútil, que es enemigo de la acción ordenada y
sistemática.

II.No dar consejos que en realidad son órdenes, pues si no se siguen, quienes los dan se desentienden de toda otra actividad. Siempre es de agradecer la transmisión de información a veces acompañada de la sugerencia de acciones posibles. Pero a sabiendas de que los consejos son muchos y los medios son pocos.

III.– E igualmente son de evitar las actitudes de los “moderaditos”, como dice Tarfe. Desde su visión incoherente y parcial reducen el mal a un aspecto de la modernidad y consideran que en todo lo demás se puede llegar a componendas con diálogo y buena voluntad. De nada valen las actuaciones parciales ni las agrupaciones políticas que se quedan a medias, en un imposible intento de parchear lo completamente podrido. Al contrario, nada más perjudicial que la selección de principios irrenunciables, las laicidades positivas, los patriotismos democráticos, las democracias cristianas, los movimientos apolíticos pro-familia o antiabortistas. Pues por dignas de alabanzas que sean algunas de sus metas, nunca pueden lograr sino éxitos fugaces y parciales que encubren los males en detrimento de las soluciones definitivas y estables.

La única solución está en la lucha radical y sin concesiones, lucha organizada y sistemática que supone una organización política, con jefes e instancias inferiores, para obrar de manera coordinada contra un enemigo de fuerza inmensa y férrea unidad de miras, a pesar de sus aparentes disensiones. De ahí otros tres preceptos de Tarfe:

IV.– No propalar críticas por detrás, como hacen tantos que dedica todos esfuerzos a buscar los defectos de la organización y de quienes la dirigen y a divulgarlos por los medios internaúticos. Si se han de hacer correcciones graves (que son la únicas que hay que hacer): por delante y en privado.

V.– No dedicarse acciones individuales cada uno por su cuenta, que imposibilitan la acción común.

VI.– No dárselas de caudillos y andar buscando clientela personal hasta formar un ejército de generales. Ser jefe o ser el último corneta tiene igual importancia y mérito si bien se hace. Porque el jefe no es nada sin los soldados o sin el corneta que transmite sus órdenes. Como dice Tarfe: nunca mal soldado fue buen jefe. Hay que borrar de nuestra mente todo traza de esa moral hipócrita del éxito que, procedente del calvinismo, fija toda su esperanza en agasajos y aplausos.

Segundo consejoLa segunda recomendación para desempolvar nuestro interior consiste en vencer la timidez. La simiente del liberalismo ha crecido hasta convertirse en un frondoso árbol y cubrir con su sombra la casi totalidad del globo, oscureciendo la mente de innumerables hombres que se disputan encarnizadamente los supuestos beneficios de su venenosa savia. La desmesura pronostica su próxima destrucción como la higuera maldita que secó Nuestro Señor (Lucas (13, 6-9). Y sus cenizas vendrán a fertilizar las humildes semillas de mostaza que, cuando Dios quiera, crecerán hasta volver a cobijar a los hijos de Dios (Lucas 13, 18-21;  Mateo 13, 31-35). Pero para eso, hace falta que los católicos venzan no sólo sus complejos religiosos, sino también políticos; y que, como es frecuente entre los tímidos, acaben por estallar hasta amedrentar al enemigo. Las protestas temerosas, parciales, individuales y anárquicas han de dejar paso a la proclamación organizada y desinhibida de nuestra enmienda a la totalidad del proyecto liberal.

Para ello se han de cumplir exteriormente dos mandamientos más de Tarfe:

VII.– No buscar excusas, pues no las hay. Cumplidas las obligaciones de estado, todo el tiempo ha de dedicarse a la más encarnizada lucha contra un enemigo cuya lucha solapada, peor que cualquier guerra abierta, no se conforma con nuestra sangre, sino con nuestra alma y la de nuestros hijos.

VIII.– No propagar el derrotismo, aunque dos veces al día veamos negro el futuro e inútil nuestra acción. Porque no hay acción buena inútil, aunque nosotros no veamos sus efectos.

IX.– No quejarse. La vida del tradicionalista es dura y con escasas compensaciones, pero la alegría de cada uno, aunque sea ficticia, sirve de compensación a los demás.

Tercer y principal consejoLa más importante de las exhortaciones, la que más incide en nuestra patria, exige vencer la desmoralización en que han caído tantas autoridades religiosas que, desde los tiempos del postconcilio, son todo concesiones, todo peticiones de perdón por supuestos crímenes de otros tiempos y, a fin de cuentas, todo peticiones de perdón sencillamente por ser católicos. La inescrutable Providencia Divina ha permitido que la religión Católica, que en tiempos de la Cristiandad fue, vocacional y realmente, el foco más universal de unidad social y política que nunca ha existido, se vea relegada a la más completa inoperancia. Y esa es la mayor causa de desmoralización entre nosotros.

Allá por 1937, Luis Hernando de Larramendi hacía un razonamiento impecable que puede servir para entender cómo la flagrante traición de tanto eclesiástico no debe detener nuestra acción y explicar el por qué del último precepto de Tarfe:

X.– No confundir la piedad política con la piedad religiosa.

La Cristiandad se ha corrompido y está a punto de morir por obra de la Revolución – decía Larramendi –, mientras que la Iglesia permanece la misma, aunque hay algo que esteriliza su acción. De lo cual, con un impecable silogismo, concluía: Si la Iglesia hubiese debido ser el instrumento inmediato y suficiente de seguridad y perseverancia de aquel ingente monumento político, de aquella no superada civilización, no los habríamos perdido. Y, de manera igualmente lógica, colige que hay una política cristiana, del mismo espíritu forzosamente, pero de naturaleza distinta a la acción de la Iglesia. Cosa que aclara a renglón seguido: Quiero decir que a esa potestad secular no le es bastante, y acaso lícito, limitarse a dejar libre la acción de la Iglesia, o a sólo ampararla, y menos sustituirla, confundiendo el apostolado con la obra política propiamente dicha; sino que hay una base natural política tan ajustada objetivamente a la ley de Dios, que es indispensable respetarla íntegra y fundamentalmente  para que se facilite la sutil y extrema difusión del espíritu cristiano, prospere en todos los órdenes de la vida social y haga más propicio él ambiente, más habitual, asequible y común la conducta digna y hasta más eficaz la práctica de la virtud del hombre. Quiero decir, en fin, que por naturaleza la vida política tiene leyes, formas sustanciales e instrumentos insustituibles, constantes e inviolables bajo pena de perturbación y disolución social. Esa es la política legitimista...

En otras palabras: la acción de católico no se reduce a seguir a la Iglesia, sino que, para bien de la comunidad política, y de la misma Iglesia, debe desarrollar una actividad política dentro de la sociedad civil. Y esa actividad política, que directamente apunta al bien común natural, pero indirectamente favorece la actividad de la Iglesia, es la política del carlismo o legitimismo. [Hernando de Larramendi, Luis, Cristiandad, tradición, realeza, Cálamo, Madrid 1952, pp. 84-86]

Larramendi imaginó, ya por entonces, que el intento revolucionario de apoderarse de la Iglesia “seguramente estará en marcha hace tiempo” (p. 94). Sus palabras proféticas hoy se han sustanciado en la penetración del liberalismo católico, o del modernismo, en la mente de innumerables eclesiásticos desde el Vaticano II. Esa transformación ha eliminado por completo todo ascendiente de la verdadera religión sobre la política y ha producido el mayor daño imaginable a cualquier proyecto de restaurar y el orden político cristiano, pues, para muchos, suprimió la autoridad en que se apoyaba la mentalidad común del tradicionalismo político y de la sociedad cristiana, sin que sus ambigüedades, concesiones y silencios hayan frenado la deriva laicista y anticatólica de los estados modernos, sino que, más bien ha agravado su prepotencia.

Pero la cuestión religiosa no está en manos de los laicos resolverla. Podemos apoyar personalmente y como grupo político a los sacerdotes y organizaciones que se mantienen firmes dentro del marasmo eclesial; pero es una pérdida de tiempo y de esfuerzos andarse metiendo en teologías, cánones y liturgias para meter en vereda la organización eclesiástica. Como seglares no tenemos ni competencia, ni autoridad ni poder para semejante fin. En cambio, como agrupación de finalidad política sólo nos queda volver a las enseñanzas perennes de la Iglesia en materia de deberes políticos y, dominados los escrúpulos de obediencia servil a las excentricidades de los eclesiásticos, fomentar el bien común natural (bien inmenso, de suyo) y preparar con el mayor empeño, como causas segundas que somos, el foco de resistencia que sirva de humilde contribución a la actuación providencial de Dios sobre el mundo y sobre nuestra Patria. Porque, al mismo tiempo, serviremos de apoyo extrínseco e indirecto a la recuperación de orden dentro de la Iglesia misma. Sin desesperación ni impaciencia, porque las cosas cambian; a veces, cambian muy deprisa y, quizá, ya han empezado a cambiar.