dissabte, 8 de novembre del 2025

Las misiones catalanas, peripecias de una profesora de religión (IV): El claustro

Cláustro del Monasterio de Pedralbes (Barcelona)
  

Las misiones catalanas, peripecias de una profesora de religión (IV): El claustro


La autoridad, ahora mismo, es el alumno, con sus libres y espontáneas ocurrencias. De manera que el profesor, despojado de la «patriarcal y opresiva» autoridad, ha decidido asimilarse a sus adolescentes alumnos: sus colegas y «amiguis».


El claustro. ¿Qué te evoca esta palabra? A mí, como católica, me traslada a uno de mis lugares favoritos: ese espacio perfecto, en los monasterios, donde recogerse en quietud, con el sonido del agua de la fuente, el piar de los pájaros, quizá el zumbido de algún insecto, el cielo que se adivina como un espacio abierto, evocando el hogar, la fragancia delicada del naranjo en flor, también un ciprés, las plantas medicinales. El silencio elocuente. Cada planta tiene su propósito, su orden, su lugar. Todo tiene un propósito ordenado a Dios. Cada sentido tiene cabida en ese lugar, tanto en la tierra como en el cielo. Para mí, el claustro es ese lugar y ese estado de recogimiento del alma: contemplación, oración, deambulación silenciosa, estudio, trabajo. Silencio. Y las piedras que hablan de tiempos tan remotos como eternos. Los tiempos de los hombres y el tiempo de Dios. En el claustro, Dios se hace muy presente. Se nota y se respira.


Cláustro del Monasterio de Poblet (Tarragona)


Pero desde que estoy de misiones en dos institutos públicos, la palabra claustro se impone con otro pesado significado. El recogimiento, el deambular orante, se transmuta en mal humor, pesadumbre, enfado, tedio. Pérdida de tiempo. ¿Cuál ha sido la evolución, o mejor dicho, involución de la palabra claustro en la educación? El claustro, noble espacio de los monasterios, trocitos de cielo en la tierra, ha vaciado del todo su esencia para ser una tortura. Lo siento. O ni tan siquiera eso. Hay que decirlo, y se dice. El claustro, en el instituto, es el conjunto de los profesores. Esa comunidad de docentes que, en mi imaginario, debería ser honorable, digna, noble. El docente como autoridad en toda su magnitud. La palabra claustro, en el instituto, tiene una dimensión que no viene representada por lo que conforma el grupo de docentes. Su aspecto es más de pandilla, peor todavía, de cuchipandi. Ésa es la imagen que irrumpe en mi mente en cada mal llamado claustro. ¿En qué momento de nuestra estrafalaria historia los docentes se han convertido en un conjunto de variopintos personajes? El profesor del siglo XXI, ni en mis sueños más locos de niña, se hubiera acercado a eso. Para ser justos, todavía queda alguno con la presencia suficiente para mostrar la dignidad que debería ostentar un profesor; para ser reclamo suficiente del respeto que la autoridad requiere, para dignificar no la profesión, sino la vocación. Uno no es profesor como por descarte. Debería ser una vocación, un llamado. Una pasión. Amor por el conocimiento, por uno mismo, por el alumno.

Me gustaría ser justa, ecuánime, caritativa en la descripción de los actuales claustros y sus dinámicas. En mi lógica mental, un profesor es la autoridad frente al alumno. Este digno y necesario revestimiento ha sido demolido por la actual ley, secundado por la Iglesia en el caso de la materia que imparto. La autoridad, ahora mismo, es el alumno, con sus libres y espontáneas ocurrencias. De manera que el profesor, despojado de la «patriarcal y opresiva» autoridad, ha decidido asimilarse a sus adolescentes alumnos: sus colegas y amiguis. Repito, todavía quedan honrosas excepciones a la distopía que acabo de describir. Tampoco estoy diciendo que un profesor deba ir a la última moda, ni esas frivolidades. El hábito no hace al monje —¿o sí?—. Pero sí debe mostrar su dignidad. Me acuerdo cuando celebraba juicios. No iba ataviada con alpargatas y minifalda. La toga me diferenciaba del resto, como la del juez con sus puñetas, el fiscal o el secretario. Debería haber un dress code en los institutos. He visto profesoras con minifaldas que parecen cinturones anchos, escotes de vértigo, shorts que uso para ir a la playa en agosto. Profesores en bermudas, camisas hawaianas o del Che. Cada cual luciendo sus sofisticados tatuajes, piercings, pelos rosas, verdes o lilas. El pañuelo de Palestina que no falte. Insignias multicolores del colectivo LGTBI y mil letras más. ¿Logras crear la imagen en tu mente? Yo lo veo y sufro cada día.

Por otro lado, el claustro es la reunión de la cuchipandi. Cuando veo en mi bandeja de entrada la convocatoria, me pongo tensa. Otra reunión de una hora y media que podría solucionarse con un simple WhatsApp. Son tediosas, repetitivas, cansinas. Por lo general, habla el director o la directora, el equipo directivo. Siempre se comunican las mismas cosas, un año tras otro. Es gracioso, porque luego los docentes vamos locos preguntando sobre esto o aquello en la inmediatez de nuestra jornada, cosas que ya se dijeron en claustro. Los profesores nos quejamos de que los alumnos hablan en clase, igual que el docente habla y no atiende en el claustro. Poesía. Para rellenar el tiempo, siempre hay algún profesor que habla de algún proyecto que está liderando. El nivel de vanidad académica es pasmoso, y lo más bochornoso es el grado de desapego de la realidad. El proyecto del claustro es propio de una civilizada escuela de Finlandia, y en las aulas, un meme. La venta de humo es una práctica muy extendida. Te prometo que no estoy exagerando en nada de lo que digo.


 
Mayo del 68, París

Voy a describirte dos claustros en concreto: el último, que me enfadó, ruborizó e indignó a partes iguales, y el de hace un par de años, en que tuve que desenvainar la espada. El primero que quiero describirte fue hace cosa de dos semanas: el solemne claustro de inicio de curso que se abre con una conferencia inaugural. Todavía tenía el recuerdo del del curso anterior, un experto en una suerte de feng shui académico que, a lo largo de su exposición, se reveló como un simple comercial de muebles de institutos. Sólo faltaba sacar el catálogo, la hoja de pedido y hacer la comanda colectiva. En fin. El curso anterior a éste tampoco fue para tirar cohetes: un chaval de no más de treinta años, de la Universidad Autónoma de Barcelona, nos pretendía vender las bondades de la nueva ley educativa. En fin.

Entre los docentes había una cierta expectativa en esta ocasión: la conferencia estaría a cargo de un insigne profesor recién jubilado. «Es muy bueno, es la caña, esta vez creo que estará muy bien». En mi interior, un escéptico: «ya, ya…» En verano, el atuendo de los docentes es más propio de un chiringuito que de una institución de enseñanza pública. Por cierto, quiero mencionar que los edificios de escuelas e institutos no son la representación de la belleza en la tierra. Son horrendos, la fealdad pluscuamperfecta. Tengo en mi recuerdo las Teresianas, Escolapios, Jesús María, Jesuitas de Barcelona: nobles edificios donde todo invita al orden y al noble arte de la educación. En fin, los bloques de hormigón armado en los que nos toca estar hacinados evocan más a un centro penitenciario que educativo.

Dicho esto, vamos al solemne claustro inicial. La cuchipandi con alpargatas y bermudas, minifalda y escote palabra de honor, sentados. Aparece en escena el profesor recién jubilado. Con estas reseñas, uno imagina un digno anciano, elegantemente vestido, con la bondad y sabiduría de quien se ha dedicado, cuerpo y alma, a educar a las jóvenes generaciones. Pero no. De nuevo, la realidad hace trizas lo que debería, por sentido común, ser. El insigne profesor, con su cola de caballo, sacado de alguna mani del mayo del 68, con canillas como piernas, al descubierto, con unos shorts más propios de Formentera, con un look de hippy de antaño,  compartiendo vermut con sus colegas académicos. En fin, ¿qué podía salir mal?

Después de fallidos chistes de la jocosa introducción, nos presentó el meollo de la revolucionaria exposición: el amor. Me puse en guardia a ver con qué nos sale. En religión, ¿qué imparto sino amor? Amor en mayúsculas. Cáritas, concretamente. Con cincel, escarpa y martillo debo abrirme paso en las mentes y corazones de estas pobres víctimas del sistema. Escarbar entre tanta ideología para hallar un espacio disponible a fin de que entre la luz. «Dios es amor. Dios te ha creado porque ha querido, no por error o por un descuido o porque se aburría o se derramó como una piñata. Dios ha invertido toda su inteligencia, libertad, voluntad y amor en moldear de la nada tu cuerpo y alma. Así de amado, así de amada eres tú. Y eso, que sepas, lo cambia todo. Tu dignidad es sagrada, tu libertad es tu identidad querida por Dios. Da la respuesta más elevada. El amor es la respuesta a todas tus preguntas». Y los alumnos agradecen este recordatorio que todo niño de los setenta tenía claro.

El amor que nos presentó el profesor escapado de una fiestuki en Formentera no fue ni tan siquiera una burda imitación del verdadero. Todo giró en torno a un sentimiento amoroso y las instrucciones para escoger pareja, no necesariamente heterosexual, ¡válgame el cielo! No hay que imponer a los chavales ni tan siquiera la idea de escoger pareja del sexo opuesto. ¡No seamos retrógrados! Hay que dejar la puerta libre y la vía expedita a la experimentación. Que se note que somos hijos del 68. Desde su cátedra de superioridad moral, se jactó sin pudor del orgullo que sentía cuando lograba romper alguna pareja que, a su parecer, no obedecía a los nuevos cánones del amor escritos de su puño y letra. Una hora y media de mi vida invertida en tamaña demencia. Y luego, quien adoctrina es el de religión. El mundo al revés.

Voy al otro claustro donde tuve que desenvainar la espada. Estaba yo sentada, luchando para no dormirme, cuando oigo la voz del director, como quien pide perdón por tener que ofertar la religión como materia. ¡Ojo! Levanté la oreja para escuchar mejor. Se añade una profesora de matemáticas —el sector duro de lo que es verdaderamente útil— y, con la autoridad moral de quien desprecia a Dios, suelta: «No entiendo qué pinta la religión en un instituto, y encima católica. ¡Para mayor inri!» Intervine porque no pude más. ¿Con qué desfachatez se atrevían a cuestionar que la religión estuviera ahí presente? ¿Acaso hago lo mismo con las mates o las lenguas? Vaya siempre el respeto por delante. «¿Pero qué tenéis en vuestra cabeza?», pensaba indignada. Buscando la manera de ser cortés, atiné a decir: «¿Qué pensáis, que voy a clase crucifijo en mano rociando de agua bendita a los chavales? La religión es cultura y no en vano Europa se llamó la Cristiandad durante más siglos que Europa. ¿No os dice nada eso?» Silencio en la sala, para variar. El profe de educación física, en un imperceptible susurro, me felicitó. Que, por cierto, si hay educación física, ¿por qué no espiritual?

Durante la siguiente semana, más de uno, a escondidas, como Nicodemo, me vino a felicitar. Ya es algo. En público, me quedé más sola que la una. Bien, Jesús en la cruz tampoco tuvo a una muchedumbre llorando, ¿no?

En el claustro del monasterio, Dios pone orden, y se nota. En el claustro del instituto, a Dios lo han mandado «al rincón de pensar», y también se nota. Sin orden, como pollos sin cabeza, los docentes se lamentan y lloran, se deprimen o enfadan. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué podemos hacer? ¿Te lo digo o te lo cuento, querido colega? Dios, en el rincón de pensar, sigue presente y deja hacer; quizá necesitamos tocar fondo. Todavía más. Y desde ese lodo, en el hondo abismo, finalmente mirar arriba para sacar a Dios del rincón de pensar y que ponga un poco de orden. Y de cordura.

Me he excedido, demasiadas palabras. Seguiría con gusto, pero no quiero aburrirte. Poco a poco. Continuará. Quiero mostrarte también los pequeños brotes que irrumpen a través del duro asfalto. Eso ocurre. Entre tanto llanto y barbarie, Dios se abre paso y florece.

Eulàlia Casas, Círculo Tradicionalista de Barcelona Ramón Parés y Vilasau

 

Mayo del 68, París

 

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