Lepanto y Cataluña
La contribución catalana a la victoriosa y decisiva batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571
Año del Señor de 1571. El sultán otomano Selim II amenazaba con someter toda la Cristiandad al Islam. Su poderío naval aterrorizaba las costas del Mediterráneo y parecía imparable.
Entonces, respondiendo al llamamiento del Papa San Pío V, la Monarquía Hispánica —junto a Venecia y a los Estados Pontificios— le hizo frente. La armada cristiana fue encomendada a un hombre de mando y de mar: el catalán Lluís de Requesens y Zúñiga, Comendador Mayor de Castilla y General de la Mar, tutor y preceptor de D. Juan de Austria, medio hermano del Rey Felipe II.
Don Lluís, hijo ilustre de la Cataluña leal, no era una figura decorativa. «Don Lluís de Requesens, el segundo al mando de Don Juan, era un hombre de considerable experiencia naval y política. Era él, y no Don Juan, quien realmente dirigía la escuadra», afirma el historiador John F. Guilmartin, en Gunpowder and Galleys, (Guilmartin, 1974, p. 127). La dirección de Requesens en la armada era el testimonio vivo de que Cataluña constituía un territorio fundamental en la defensa de los principios y fines de la Hispanidad.
Pero la contribución catalana, leal y ferviente, a la batalla comenzó años antes, en el corazón mismo de Barcelona: les Drassanes Reials (las Reales Atarazanas). «En las Atarazanas de Barcelona se construyó, aparejó y armó la Real, capitana de la escuadra de la Santa Liga, y otras galeras que intervinieron en la batalla de Lepanto», así lo documenta el archivero e historiador José María Martínez-Hidalgo, en su obra Las Atarazanas de Barcelona, (Martínez-Hidalgo, 1991, p. 153). Esta embarcación poderosa no era un simple barco; era el símbolo de la autoridad real y el estandarte flotante de la Cruzada, forjada con maderas catalanas y la maestría de sus artesanos.
Una gesta de tal magnitud requiere no sólo de barcos, sino también de oro. El Principado de Cataluña, a través de sus Cortes, realizó una sustancial aportación económica para financiar la expedición. «Las Cortes Catalanas, reunidas en Monzón en 1563-64, concedieron a Felipe II un servicio de 1.000.000 de libras barcelonesas, una cantidad enorme que fue vital para armar la flota que años después triunfaría en Lepanto», nos indica Ernest Belenguer en su estudio Felipe II y el Mediterráneo (Belenguer, 1998, p. 342). Esta contribución económica manifiesta un compromiso institucional y no sólo popular; un esfuerzo colectivo del Principado por una causa que entendían como propia.
Y cuando las naves estuvieron listas y financiadas, hombres de las costas y tierras catalanas les dieron alma. En efecto, de los puertos de Palamós, Sant Feliu de Guíxols y de toda la costa gerundense, zarparon oficiales y marineros. El cronista contemporáneo Luis Cabrera de Córdoba, en su Historia de Felipe II, Rey de España, recoge la composición de la flota: «Fueron llegando a Mesina las galeras de España, Nápoles, Sicilia, Génova, Saboya y las del Príncipe Juan Andrea Doria, y las del Comendador Mayor Requesens, que eran las de Cataluña» (Cabrera de Córdoba, 1619, Libro IV, Capítulo VI).
Pero no sólo estaban en las galeras y en su tripulación. También soldados catalanes formaron parte de los famosos Tercios que embarcaron en ellas. El historiador Enrique Martínez Ruiz, en Los soldados del Rey, señala que «en los tercios de infantería española que combatieron en Lepanto, como el de Sicilia, se alistaban numerosos soldados de la Corona de Aragón, y muy particularmente de Cataluña» (Martínez Ruiz, 2008, p. 215). Incluso la Orden de Malta, con fuertes lazos catalanes, participó con naves armadas localmente. El historiador naval Cesáreo Fernández Duro, en su Armada Española, anota que «la galera “San Juan”, llamada también “de la Religión”, fue armada en Barcelona con caballeros y soldados de la lengua de Aragón» (Fernández Duro, 1972, p. 289).
La batalla fue un violento rugido de madera, fuego y acero. Y en medio de todo ello, en la Galera Real, viajaba un testigo silencioso: el Cristo de Lepanto. La tradición sobre el milagro durante la batalla está profundamente arraigada. El canónigo Jaume Cañellas, en su estudio El patrimoni escultòric de la Catedral de Barcelona, afirma: «La tradición popular, mantenida a lo largo de los siglos, explica esta inclinación por el impacto de una bala de cañón durante la batalla, que el Cristo esquivó milagrosamente. El impacto, no obstante, habría dejado esta huella en la talla» (Cañellas, 2007, p. 89). Este Crucifijo, que hoy se venera en la Catedral de Barcelona, es mucho más que una reliquia; es el símbolo tangible de que Lepanto fue, ante todo, una batalla ganada por la Fe. Su presencia en la Seo barcelonesa es el vínculo físico que une para siempre a Cataluña con el triunfo de la Cruz.
Tras la victoria, la propia Diputación del General del Principado de Cataluña encargó y exhibió pinturas conmemorativas. El historiador del arte Francesc M. Quílez y Corella estudió cómo «la celebración de Lepanto en el arte catalán fue inmediata y se mantuvo viva durante siglos en retablos y pinturas, como el de la Casa de la Ciudad de Tortosa» (Quílez i Corella, 2007, p. 78). Esto muestra que, en el siglo XVI, las instituciones catalanas se sentían plenamente partícipes del triunfo y lo asumían como propio.
Sin embargo, hoy asistimos a un doble fenómeno trágico y deliberado: por un lado, el ocultamiento de esta gesta y, por otro lado y simultáneamente, la invasión silenciosa de Europa por parte de quienes fueron derrotados en Lepanto. Ambos fenómenos están íntimamente vinculados por su odio anticristiano.
Así, el nacionalismo catalán, de origen liberal, en su obsesión por construir una «Catalunya de papel» (Torras y Bages), no puede tolerar la realidad histórica en la que Cataluña brilla como parte esencial y entusiasta de la Cristiandad, encarnada en la Monarquía Hispánica o Católica, como Christianitas minor tras la ruptura de Lutero (Elías de Tejada).
Esta operación de censura histórica llegó a su expresión más grotesca recientemente, cuando la (mal llamada) Generalidad de Cataluña retiró murales históricos que no encajaban con su ideología nacionalista.
Como carlistas, que defendemos las Españas forjadas en la diversidad de sus reinos y territorios unidos por la Cruz y la Corona, denunciamos este empeño miserable. La contribución catalana a la mayor victoria naval de la Cristiandad fue integral: sus astilleros, su almirante, su oro, sus soldados y su fervor. Olvidar o silenciar este hecho no es sólo una falsificación histórica; es traicionar la memoria de aquellos que, hace más de 450 años, ofrendaron su vida por una causa que consideraron la más noble: la defensa de la Cristiandad frente al Islam. Recordar a Lluís de Requesens, a las Atarazanas, a los marineros de Palamós, a los infantes del Tercio de Sicilia y al Cristo de Lepanto, no es un acto de nostalgia. Es un acto de justicia histórica y de resistencia. Es reafirmar que la verdadera esencia de Cataluña es su profunda Hispanidad, es decir, su catolicidad, que en Lepanto se vistió de gloria. Que nadie lo olvide ni lo oculte.
Y, por otro lado, Europa sufre en la actualidad una invasión silenciosa de aquellos que fueron derrotados en Lepanto. Invasión que, en nuestra opinión, se debe más a la apostasía y debilidad de los propios europeos que a la fortaleza del enemigo silencioso. Porque si los cristianos vencieron en Lepanto fue por su Fe: su verdadera fortaleza.
De todo ello, nos ilustrará nuestro amigo Marcelo Gullo el próximo 18 de octubre, en las Reales Atarazanas de Barcelona, con ocasión de la presentación de su libro Lepanto: cuando España salvó a Europa.
Josep de Losports, Círculo Tradicionalista de Barcelona Ramón Parés y Vilasau
Cristo de Lepanto que coronaba la nave capitana de la batalla de Lepanto y que se salvó milagrosamente de una bala de cañón. Expuesto en la Catedral de Barcelona. |
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