Las misiones catalanas, peripecias de una profesora de religión (II): mi primer día
Vivo en mis propias carnes lo que significa «poner el alumno en el centro». Puede sonar bonito, caritativo, útil. Nada que ver. El alumno, como un árbol joven, necesita que lo enderecen, poden, apuntalen su escuálido tronco para que crezca robusto. Ni al árbol o alumno se les puede dejar a su antojo. Eso no es amor, por más que se le quiera dar esa cobertura o apariencia.
Mi primer día fue como un menú degustación de lo que me tocaría ir comiendo con patatas más adelante. Como un archivo zip comprimido que se iría, y sigue, desplegando en mi día a día. Antes de describir la escena inicial, déjame contarte un par de cosas. Para ser profe de religión, no basta con tener una Fe ferviente. Ni mucho menos. Tenemos que acreditar una formación muy exigente, como una carrera civil, un bachillerato en Ciencias Religiosas —de tres años como mínimo— y la DECA (Declaración Eclesiástica de Competencia Académica). Se nos exige también obtener lo que se llama missio canónica. Este documento, que a su vez obliga al cumplimiento de un montón de requisitos, lo otorga el obispado del territorio en el que tenemos intención de trabajar. A nivel académico, ser profesor de religión no es moco de pavo.
La mujer que se encargó de entrevistarme para la missio me advirtió: «¿ya te han avisado? Ser profesor de religión en secundaria, en un instituto público, es difícil; no siempre os tratan bien, debes saber esto». Asentí con la cabeza, como si tal cosa, como normalizando el tema, o a lo mejor para aparentar coraje. Dar buena impresión y mostrar que ciertas advertencias no me asustaban. En realidad, para nada lo hacía. Como abogado penalista, yo me había movido por ambientes muy hostiles: cárceles y comisarías, clientes drogados, vomitando, insultándome, engrilletados, policías y fiscales, jueces malhumorados... En fin, que estaba bregada en trabajar en ambientes poco amables y personas de todo tipo. Y a pesar de estar acostumbrada a los ambientes cutres y desagradables, la advertencia no me dejó tranquila, ni que fuera de misión especial a Nicaragua, o de espía en Cuba o infiltrada en el Mossad….pues sí que estamos bien. Que desde el obispado se diera por sentado que ser profesor de religión no es algo plácido, ni tampoco agradable y que la hostilidad es el pan de cada día, me dejó un mal sabor. Pero por otro lado, me motivó. A mí los retos me ponen las pilas. Por alguna razón, he tenido tendencia a tirarme de cabeza en misiones imposibles, situaciones complejas, problemas y marrones varios.
Salí del obispado, con la missio en mano, más contenta que unas pascuas. Experimenté una sensación de sentido de la misión muy profundo, ok, será complicado, pero tengo tablas para lidiar con la adversidad, ¡cap problema! puede que tenga pocos alumnos, lo acepto. Si de todos los que pueda llegar a tener, siembro una semilla ni que sea sólo a uno, me doy por satisfecha, a pesar de que nunca llegue a saberlo. Junto a la missio en la otra mano, me habían entregado la invitación para asistir al encuentro de profesores de religión de Catalunya, en Montserrat. Acepté con gusto ¿Cómo iba a desperdiciar la oportunidad de ir a Montserrat?
Llegué pronto. Observé a mi alrededor ¿Qué pinta tenían mis compañeros? ¿Cómo eran? Quizá con suerte tendría la oportunidad de hablar con alguno. Me dirigí a la sala de actos y me senté expectante. Llegó el Abad y distintas autoridades. Me llamó poderosamente la atención, en negativo, la conferencia inaugural del Abad, que después de darnos la bienvenida soltó «debéis poner, en el centro de cada clase de religión, al alumno», y se quedó más ancho que largo. Los profes de toda Catalunya y Andorra, aplaudieron entusiasmados al final de la charla, que había girado alrededor del alumno como centro. En mi interior una voz me decía, y a Dios, ¿dónde lo ponemos? ¿No es a Jesús que deberíamos poner en el centro, para que los alumnos se ordenen a su alrededor? No entiendo nada, «bien» empezamos. Y sí, cierto es que la nueva Ley Orgánica de Educación reitera la necesidad de poner al alumno en el centro, liderando su proceso de aprendizaje. Relegando a los docentes a una suerte de coach emocional, cheerleader que mantenga al alumno en un constante flujo de diversión y entretenimiento. Pero, ¿en qué momento la Iglesia debe estar de acuerdo con las componendas del mundo? ¿Dónde queda esa Iglesia que fue un contrapoder eficaz? Ingenuamente creía, y sigo haciéndolo, que la Iglesia debe ser esa sal y luz. Se ve que ahora se ha convertido en una suerte de pegamento, que une todo con todo, en detrimento de la verdad. Ok, lección aprendida, pensé, pero no estoy de acuerdo.
Después del acto, nos distribuimos en diferentes talleres. Yo escogí una sobre la Lectio Divina impartido por un monje. Allí varias profesoras confesaron entre lágrimas el hartazgo, la frustración, la mala educación de sus alumnos. Hasta el moño, confesaban la mayoría. Una monja peruana al borde del llanto relataba entre perpleja y triste cómo eran sus clases de religión. Un despropósito de manual. Alumnos desenfrenados, maleducados, que no conocen el respeto y desprecian toda autoridad. Yo, todavía encendida por el fuego de la misión, quise transmitir un mensaje de esperanza: los jóvenes tienen sed de verdad y de Dios. Lo creía con todo mi ser. Y lo sigo creyendo. Y lo compruebo cada día. Pero la selva, el vaciamiento de valores, el relativismo, el falso sentido del amor y la libertad, opacan esa sed. Con el tiempo, mis propias lágrimas, rabia, tristeza y asombro se unirían a las de aquellas profesoras cansadas. Vivo en mis propias carnes lo que significa poner el alumno en el centro. Puede sonar bonito, caritativo, útil. Nada que ver. El alumno, como un árbol joven, necesita que lo enderecen, poden, apuntalen su escuálido tronco para que crezca robusto. Ni al árbol o alumno se les puede dejar a su antojo. Eso no es amor, por más que se le quiera dar esa cobertura o apariencia.
Como hay tanta falta de profesores, me dieron trabajo en el minuto cero, tras toda la burocracia, por supuesto. Mi destino, Mollet del Vallés, en un Instituto de máxima complejidad. Y yo decidida, valiente y con ganas, allí que fui. A las ocho de la mañana. Era justo después de Semana Santa, en un año que había coincidido con el Ramadán. Imagino que con estas pistas, ya lo verás a venir, pero te lo describo. En el vestíbulo del Instituto había un montón de murales elaborados por los mismos alumnos, entre algunos arcoiris (no los del Arca de Noé), adivina. ¡Exacto! Ahí estaban los murales con letras enormes «Ramadán Mubarak», feliz ramadán. Rebusqué, consciente de cuál iba a ser el triste resultado. Mi esperanza de encontrar, por ahí algún mural felicitando la Semana Santa, la Pascua o alguna referencia al cristianismo, se desvaneció rápidamente. Silencio en la sala, cri cri cri… los grillos en la noche oscura del alma y la fe de occidente cantando y coreando el silencio atronador. Menudo éxito, nos arrebataron los crucifijos, había que borrar cualquier resquicio de Dios, Jesús y nuestras raíces. Retiraron las cruces con la vana intención de no ofender a aquellos que no fueran cristianos. Sustituyeron los crucifijos por el estandarte de la libertad religiosa, la tolerancia, la diversidad cultural y demás neo valores. Y fíjate tú, mira por donde, en ese espacio vacío, amanece la oronda media luna, sin tanto complejo ni miedo. La Semana Santa es de antiguos, mejor llamarla «vacaciones de primavera». ¡Felicitémonos el Ramadán! Que se note que somos modernos, no como los católicos fanáticos que sólo quieren imponer sus cruces y santos raídos. Pues sí que empezamos bien, la verdad.
Te dejo con la imagen, para tu honesta meditación, y te dejo a las puertas del aula donde impartí mi primera clase. Cinco adolescentes despistados más un alumno chino que con su español limitado me dijo que quería probar cosas nuevas. Como quien prueba una chirimoya, a ver si me gusta. No lo volví a ver, por cierto. Ah, lo del aula es un decir. Después de tres años y medio, puedo afirmar que por fin tengo aula asignada. Hasta el momento, me sentía como Abraham o Moisés vagando por los pasillos del Instituto buscando algún lugar donde meternos.
Pero eso ya te lo contaré más adelante.
Aquí lo dejo, con esa revoltura de sensaciones y emociones: el olor a escuela de toda la vida surgía de algún recóndito espacio de mi memoria, mezcla a desodorante barato, sudor, lapiceros, pintura, pegamento, desinfectante, humedad, bocadillos de longaniza, una fragancia muy particular que apuesto puedes reconocer, incluso sin olerla. Y en aquella memoria olfativa, nada era igual que en mis tiempos. Una sensación de que faltaba algo importante, esencial. Un vaciamiento peligroso que se abría paso entre pin de colorines, arcoíris, y media lunas. Un sentimiento profundo de agradecimiento por ser una evangelizadora del siglo XXI —no tardé mucho en mutarlo en misionera—, mi elevado sentido de la misión y mi perplejidad se entretejían. Comprobar cómo allí donde lucía humilde y solemne el crucifijo, aparecía la media luna con todo lo que ello conlleva. Y sobre todo, mi oración interna en todo momento para que Dios se abriera paso en medio de tanto descalabro. Venga tu Reino, Amén.
Eulàlia Casas, Círculo Tradicionalista de Barcelona Ramón Parés y Vilasau
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