dimecres, 3 de juliol del 2024

Diario Inédito de Agustí Prió (IV): Carlistas en la Táuride

 


 

Diario Inédito de Agustí Prió (IV): Carlistas en la Táuride


La España del s. XIX en el contexto internacional: la Cuádruple Alianza liberal de 1834 contra la Santa Alianza.

 

Tras la segunda guerra carlista (1846—1849), medio millar de carlistas catalanes, exiliados en Francia, se alistaron a la Legión Extranjera francesa para luchar contra Rusia y Grecia en la Guerra de Crimea (1853—1856).


 

Estamos a día 15 de julio de 1837, con Agustí Prió. El día anterior, en la villa de Ager, todos sus habitantes estuvieron muy atribulados, pues temían una incursión de los liberales para cobrar las contribuciones. Ese día, Agustí escribe en su Diario:

«Gracias a Dios, son las diez de la noche y no ha habido la temida incursión.

Se han recibido muy buenas, como son la rendición de Berga (general Urbiztondo, día 11). También se han rendido los de Gironella y, entre un sitio y otro, se han conseguido 1.500 fusiles. La columna de Osorio ha sido derrotada y él, con cuatro compañeros, ha escapado a Francia por Puigcerdà. Han pasado por Solsona dos embajadores, uno ruso y uno inglés. Dicen que iban en busca del Rey. En Cataluña, se ha reconocido el tratado de Elliot».

¿Porque destaca Agustí el hecho de la visita de los embajadores ruso e inglés?

Debemos situar cómo se encuentra España dentro del contexto europeo tras la paz de Westfalia (1648), que supuso el inicio del desmembramiento de los imperios a favor de los estados-nación. En palabras de Elías de Tejada, la paz de Westfalia supuso «la ruptura definitiva del cuerpo místico cristiano», fue la última de las cinco rupturas —«como cinco puñales en la carne histórica de la Cristiandad»— que supusieron la muerte de la Cristiandad para dar paso a Europa, proceso que duró desde Lutero (1517) hasta la citada Paz de Westfalia (1648).

En el siglo XIX, la España liberal formaba parte de la Cuádruple Alianza de 1834, un acuerdo internacional firmado el 22 de abril de aquel año entre el Reino Unido, Francia, España y Portugal. En este tratado, los cuatro países se comprometieron a expulsar de Portugal al infante Miguel y de España al infante Carlos, ambos tradicionalistas. Con el inicio de la guerra carlista, en agosto de ese mismo año, se añadieron unos artículos adicionales al tratado, en los cuales las partes firmantes acordaron apoyar al gobierno liberal de facto en España. El Imperio austríaco, Rusia y Prusia —potencias defensoras del modelo de civilización cristiana, la Santa Alianza—, observaron que este tratado constituía una acción diplomática conjunta de las naciones firmantes para defender los modelos liberales de sus gobiernos en la escena internacional.

Con esto, España dejó de formar parte de la Santa Alianza, que ya estaba bastante desvirtuada. Además, marcó un hito importante el hecho de que dos países tradicionalmente rivales, como Francia y el Reino Unido, lograran llegar a un entendimiento mutuo.

La Cuádruple Alianza aseguró el respaldo de Francia y el Reino Unido a las reivindicaciones dinásticas de Isabel, mal llamada IIª, hija de Fernando VII de España, en oposición a Don Carlos María Isidro de Borbón. Este apoyo fue crucial para la derrota de los seguidores de Carlos en la primera guerra carlista y para la consolidación del régimen liberal.

La preocupación de Agustí Prió, seguramente, provenía de la esperanza en una ayuda internacional. Las potencias imperiales, Rusia incluida, jugaron en principio un papel diplomático, intentando unir a Gran Bretaña a una política de entendimiento común, que se demostró imposible a lo largo de la historia.

Lamentablemente, las esperanzas de Agustí resultaron vanas. España era de facto un protectorado inglés, y los heroicos voluntarios que surgieron entre las poblaciones campesinas tuvieron que emigrar a Francia para salvar la vida. ¿Qué les deparaba allí el destino?

Unos años más tarde, en 1853, estallaba otra guerra, en la hoy de nuevo torturada Crimea, que no era sino la continuación del gran «nuevo orden europeo» basado en la nación liberal, que habían diseñado los grandes financieros, aliados con la aristocracia güelfa, con capital en la City de Londres.

Durante la Guerra de Crimea, en la que los aliados (el Imperio Otomano, Reino Unido, Francia y el Reino de Cerdeña) lucharon contra Rusia. Francia envió varias tropas, incluyendo el Primer y Segundo Regimiento de Extranjeros. En estos regimientos estaban alistados unos 900 españoles, la mayoría de los cuales eran antiguos soldados carlistas que, debido a su precaria situación como refugiados en Francia, se habían unido a la Legión Extranjera francesa.

El Imperio Otomano era en este momento otro objetivo de la nueva Europa liberal, a la que se añade, como fue en época de las cruzadas, Tierra Santa y Jerusalén como capital, aunque, en un sentido inverso al tradicional que las potencias cristianas le tenían reservado.

El sultán Abdulhamid I tenía en su corte la gran influencia liberal promocionada por los «Jóvenes otomanos», organización oscura con probables ramificaciones en la secta herética criptojudia de los sabateanos. La familia Rothschild estaba también financiado la nueva estructura bancaria otomana como estado liberal. En Rusia, el Zar Nicolas I entendió que no había solución diplomática e inició la guerra, cuando creyó que le era más favorable.

Debido a las presiones internas, el Gobierno inglés envió una petición al zar Nicolás I para que cesara las hostilidades y se retirara de las provincias ocupadas. Ante la falta de respuesta por parte de Rusia, el 28 de marzo de 1854 se declaró oficialmente la guerra. El Reino de Cerdeña y Francia se unieron a la contienda, ya que Francia temía el aumento de la influencia británica en la región y tenía acuerdos con el Imperio Otomano para proteger a los católicos de Jerusalén. España, por su parte, declaró oficialmente su neutralidad, aunque antes del inicio del conflicto había enviado una comisión militar de observadores para analizar la situación y asistir a las operaciones en caso de que estallara la guerra. La delegación la encabeza el general Prim, natural de Reus (Tarragona), y masón.

El General Prim se sorprendió al encontrar a cientos de españoles alistados en la Legión Extranjera, principalmente en las compañías de Cazadores. ¿Quiénes eran aquellos compatriotas que, bajo bandera francesa, luchaban en las batallas más importantes y, por su valor, recibían muchas de las más altas condecoraciones? La respuesta se encontraba en los eventos ocurridos en España unos años antes. Tras la derrota de los partidarios de Carlos V, hermano del difunto Rey Fernando VII, en la Primera Guerra Carlista, en 1840, miles de seguidores del infante Don Carlos se exiliaron. Un nuevo intento fallido, conocido como la Segunda Guerra Carlista o Guerra de los Matiners, terminó de la misma manera en 1849. La penuria y el confinamiento en campos de concentración, sin un techo donde cobijarse y viviendo de la caridad, llevaron a muchos a alistarse en la Legión Extranjera. Eran veteranos de guerra y hombres acostumbrados a las dificultades, exactamente lo que la Legión necesitaba.

Prim, en sus memorias, cuando escribe sobre los voluntarios catalanes, narra:

«Las compañías de Voluntarios Catalanes enviadas por la noble y patriótica tierra de Roger de Flor como un valioso y estimado donativo al ejército de África, han desembarcado hace una hora. ¡Afortunados aventureros! Más afortunados que los Tercios Vascongados, a quienes hemos estado esperando en vano desde el inicio de la campaña, llegan a tiempo para enfrentar los mayores peligros y obtener los más gloriosos laureles de esta guerra. Son cerca de quinientos hombres. Llevan el traje tradicional de su país: pantalón y chaqueta de pana azul, barretina roja, botas amarillas, canana como cinturón, chaleco a rayas, pañuelo de colores anudado al cuello y una manta cruzada al hombro. Sus armas son el fusil y la bayoneta reglamentarios. Sus cantineras son bellísimas».

Una asombrosa descripción, coincidente con la que el Príncipe Félix Lichnowsky hizo de ellos en la batalla de Huesca. (Ver artículo anterior).

Ironías del destino, los que antaño lucharon por la Tradición, se veían ahora luchando en contra de aquellos de quienes esperaron ayuda unos años atrás.

Como hemos comentado, se intentó presentar también a la guerra de Crimea como una cruzada para proteger a los peregrinos de Tierra Santa. Francia, irónicamente, fue quien pretendió defender los intereses cristianos católicos en Tierra Santa, contra la Rusia ortodoxa. El Papa, por aquel entonces Pio IX se encontraba en una terrible situación con la pérdida de los Estados Pontificios, que le llevó a paradójicas alianzas con liberales para salvar lo posible, al menos en los iniciales años de su largo pontificado.

Rusia y Grecia, fueron aliadas, como potencias ortodoxas, en esta falsa «guerra santa» entre cristianos católicos y ortodoxos, en la que aún hoy nadie entiende cuál había sido la causa de los grandes disturbios en el Santo Sepulcro, si no es por ataques de falsa bandera con la intención de provocar un conflicto que facilitara el envío de tropas para mantener el orden. Es evidente los intereses del sionismo, como trasfondo de todo este entramado.

Para complicar aún más la situación, Nicolás I se vio obligado a adoptar una postura defensiva para proteger a los cristianos oprimidos dentro del Imperio Otomano, quienes eran tratados como ciudadanos de segunda clase y debían pagar impuestos especiales. Nicolás exigió que los cristianos ortodoxos del Imperio Otomano estuvieran bajo su protección. El antiguo problema de Palestina y Jerusalén, relacionado con el control del Santo Sepulcro, desencadenó un nuevo conflicto. Recordemos que en ese momento, los Santos Lugares se encontraban dentro del Imperio Otomano.

Un nuevo giro dentro de estas tensiones apareció con el ascenso de Napoleón III, que fue proclamado emperador de los franceses en 1852. Este nuevo gobernante al frente de Francia tenía grandes aspiraciones y pretendía restaurar la grandeza francesa de las décadas anteriores. Consideró que las tensiones y los conflictos en curso entre los otomanos y Rusia eran una forma de confirmar su legitimidad y prestigio, por lo que se apresuró a entrar en ellos. Para ello, Napoleón III se posicionó rápidamente en defensa de los intereses franceses y de las minorías católicas de Jerusalén. Esto se oponía directamente a los intereses rusos y a Nicolás I, que se posicionó en defensa de los cristianos ortodoxos orientales, a los que se sentía obligado a ayudar. En muchos sentidos, los rusos se sintieron incomprendidos. Muchos historiadores consideran que su política exterior fue totalmente errónea y mal gestionada, y que sus intenciones hacia los otomanos se entendieron mal. En el momento de la guerra de Crimea, el propio Nicolás I —al igual que los demás rusos— creía que sus intenciones de proteger a las minorías cristianas se habían interpretado de forma totalmente equivocada. Este fragmento de una carta que se conserva nos muestra una visión perfecta de la forma en que se percibía a los rusos en aquella época, siendo acusados (en cierto modo) de tener ambiciones expansionistas.

«Francia arrebata Argelia a Turquía, y casi todos los años Inglaterra se anexiona otro principado indio: nada de esto perturba el equilibrio de poder; pero cuando Rusia ocupa Moldavia y Valaquia, aunque solo temporalmente, eso perturba el equilibrio de poder. Francia ocupa Roma y se queda allí varios años en tiempos de paz: eso no es nada; pero a Rusia solo se le ocurre ocupar Constantinopla, y la paz de Europa se ve amenazada. Los ingleses declaran la guerra a los chinos (Primera Guerra del Opio), que, al parecer, les han ofendido: nadie tiene derecho a intervenir; pero Rusia está obligada a pedir permiso a Europa si se pelea con su vecino. Inglaterra amenaza a Grecia para que apoye las falsas pretensiones de un miserable judío y quema su flota: es una acción lícita; pero Rusia exige un tratado para proteger a millones de cristianos, y se considera que eso refuerza su posición en Oriente a costa del equilibrio de fuerzas. No podemos esperar de Occidente más que odio ciego y malicia...»
—Memorándum de Mijaíl Pogodin a Nicolás I, 1853.

Cabe destacar que, desde la IV cruzada contra Bizancio, al apoyo a los otomanos que conquistaron Constantinopla vino de la banca Veneciana, aliada con la aristocracia güelfa, que parece estar en el origen ideológico de esta gran revolución a lo largo de siglos. Y Rusia es, desde la caída de Constantinopla, la heredera de Bizancio: la tercera Roma.

La iglesia de Hagia Sophia ocupaba un lugar central en la vida religiosa de la Rusia zarista, una civilización que se consideraba la sucesora ortodoxa del Imperio Bizantino. Hagia Sophia era vista como la madre de la Iglesia Rusa, actuando como el vínculo histórico entre el mundo ortodoxo del Mediterráneo oriental y Tierra Santa. Según la Crónica Primaria, la primera historia registrada de los Rus de Kiev compilada por monjes en el siglo XI, los rusos se sintieron motivados a convertirse al cristianismo por la impresionante belleza visual de la Iglesia. Los emisarios del Gran Príncipe Vladimir, enviados a varios países en busca de la verdadera fe, informaron sobre Hagia Sophia diciendo: «No sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra. En la tierra no existe tal esplendor ni tal belleza y no tenemos palabras para describirlo. Sólo sabemos que Dios reside allí, entre ellos, y todos los servicios son más hermosos que las ceremonias de otras naciones. No podemos olvidar tanta belleza».

Durante todo el siglo XIX, la reivindicación de la Iglesia siguió siendo un objetivo fundamental y persistente para los nacionalistas y líderes religiosos rusos. Anhelaban conquistar Constantinopla y convertirla en la capital rusa («Zargrado») de un imperio ortodoxo que abarcaría desde Siberia hasta Tierra Santa. El Archimandrita Uspenski, el misionero más destacado del Zar que dirigió la misión eclesiástica enviada a Jerusalén en 1847, articuló esta visión diciendo: «Rusia ha recibido eternamente la misión de iluminar Asia y unir a los eslavos. Todas las razas eslavas, junto con Armenia, Siria, Arabia y Etiopía, se unirán para alabar a Dios en Santa Sofía».

No obstante, el origen del conflicto que finalmente desencadenó la guerra de Crimea fue la exigencia rusa de liderar y proteger a los cristianos del Imperio Otomano. Esta demanda se centraba en su aspiración de recuperar Hagia Sophia como la Iglesia Madre y convertir Constantinopla en la capital de un vasto imperio ortodoxo que uniera Moscú con Jerusalén.

Catalina la Grande logró incorporar Crimea con éxito al territorio de Rusia, asegurando la preservación de los vestigios de Quersoneso, un sitio sagrado y la cuna de la cristiandad eslava en la historia de Rusia. La antigua Táuride griega fue transformada en la Gubernia rusa de Táurida, fortaleciendo así los lazos de Rusia con el mundo antiguo y la herencia helénica de Bizancio.

En su primer viaje a Crimea, la Emperatriz Catalina describió la península como un lugar de ensueño, comparable a Las mil y una noches. De este modo, las tierras tártaras de Crimea adquirieron una importancia creciente en el imaginario ruso, especialmente en un período en el cual Rusia, a través de escritores, artistas y compositores, exploraba y definía el alma y la identidad de su pueblo.

A día de hoy, nos encontramos en un escenario que recuerda asombrosamente al que vivió Agustí Prió y sus correligionarios carlistas. Rusia ansía recuperar su esencia original y el espíritu de Bizancio. De nuevo. la tercera Roma es lo que fue, y es hoy el gran escollo del modelo globalista liberal, totalmente opuesto a la civilización cristiana Bizantina. Táurida es de nuevo el nexo, en litigio, de la segunda y la tercera Roma.

Francesc Sánchez Parés, Círcol Tradicionalista Ramon Parés y Vilasau (Barcelona)

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